Desde hace más de un siglo se viene discutiendo acerca de si el término antisemitismo resulta satisfactorio para designar una serie de ideas, actitudes y movimientos sociales antijudíos. Y, cuando el término se ha aceptado, ha resultado muy difícil llegar a un consenso a la hora de definirlo. Parece tarea imposible.



El siguiente texto es un fragmento procedente de: Bravo López, Fernando: «Antisemitismo e Islamofobia: la cuestión de las definiciones», en Contreras, José M. y Sánchez, Raúl (eds.): El tratamiento normativo del discurso del odio, Thomson Reuters-Aranzadi, Cizur Menor, 2021.


Origen del término. La visión de los antisemitas

Por lo que sabemos, las primeras veces que se utilizó el término “antisemitismo”, como un calificativo con connotaciones negativas, fue en los años sesenta del siglo XIX. Efectivamente, con ese sentido lo encontramos, por primera vez, en un texto de 1860 del orientalista bohemio Moritz Steinschneider en el que criticaba la actitud antisemita de Ernest Renan.[1]

Lo que vemos en este primer ejemplo es que, en un principio, el término se empezó a utilizar para calificar una actitud hostil a todos los pueblos semitas. Esa actitud había surgido como consecuencia de las teorías racistas de la época, las cuales, partiendo de la filología comparativa, suponían la existencia de una serie de pueblos emparentados llamados “semitas” —debido a que existía una familia de lenguas llamadas “semitas”—. El parentesco de lenguas se suponía que implicaba necesariamente un parentesco genealógico entre los diferentes pueblos que las hablaban. Así, del parentesco lingüístico entre el árabe y el hebreo se deducía la existencia de un vínculo genealógico entre los pueblos árabe y judío. Esto, a su vez, implicaba, según las teorías de la época, una similitud de carácter entre ambos pueblos.[2]

Esta primera forma de utilizar el término “antisemita” hay que tenerla muy en cuenta, porque la fuerza que entonces tenían las teorías racistas —que entonces contaban con la legitimación de la “ciencia”— desaconsejaba, en principio, la utilización de ese término para designar lo que era en realidad una actitud hostil hacia los judíos exclusivamente, y no contra todos los pueblos llamados “semitas”. Esto explica las reticencias y disputas que existieron a finales del siglo XIX en el seno de los nacientes movimientos políticos antisemitas en torno a si resultaba apropiado o no usar ese término para describir su posición antijudía. Pocos fueron, en realidad, los antisemitas que lo fueron manteniendo una abierta hostilidad contra todos los semitas.[3]

De hecho, cuando en 1879, Wilhelm Marr, quien es considerado por muchos como padre del término, publicó su famosa obra, La victoria del judaísmo sobre el germanismo,[4] todavía no usó ni una sola vez la palabra “antisemitismo” —ni términos derivados—. En su lugar, prefirió seguir usando el término “antijudaísmo” —y sus derivados—, pues en su obra el antagonismo que se exponía no era el que enfrentaba a arios y semitas, sino el que enfrentaba al judaísmo contra el germanismo. Sin embargo, a finales de septiembre del mismo año, cuando definitivamente fundó su movimiento, decidió llamarlo “Liga Antisemita”. A pesar de todo, en noviembre de ese mismo año, cuando Marr sacó a la luz su periódico, decidió llamarlo La guardia alemana: revista mensual para los intereses culturales nacionales (órgano de la asociación antijudía),[5] y en él la contraposición entre judío y alemán —o la de judío y goyim— se usaba de manera más habitual que la de semita y ario.[6]

Todo esto conllevó una serie de problemas al naciente movimiento antisemita, porque, aun cuando empezó a utilizarse el término “antisemitismo”, no todo el que lo usaba lo entendía de la misma manera. Durante esos años, y hasta mucho después, algunos lo entendían como un sinónimo de antijudaísmo y lo concebían en términos puramente confesionales. Esto se daba incluso entre apoyos directos de Marr, como el cofundador de la Liga Antisemita, Hector de Grousilliers. De hecho, la Liga misma pronto fue ganada por la perspectiva confesional, en contra de los deseos del propio Wilhelm Marr.[7]

En cualquier caso, incluso allí donde la perspectiva racista del concepto terminó imponiéndose, ésta, si era consecuente, implicaba que el rechazo debía dirigirse, no sólo contra todos los pueblos semitas, sino también contra personas que habían abandonado la religión judía o que nunca habían sido judías —lo habían sido, en todo caso, sus ancestros antes de convertirse al cristianismo—, y esto porque, se suponía, a pesar de la conversión, seguían siendo “racialmente semitas”. Sin embargo, no todos los miembros de los movimientos antisemitas que empezaron a surgir en Alemania, Austria y Francia a finales del siglo XIX estaban dispuestos a admitir que quienes nunca habían sido judíos, quienes se habían bautizado y habían sido educados toda su vida como cristianos, debían seguir siendo considerados, a pesar de todo, como judíos.[8]

Así, entre los antisemitas más secularizados y que abrazaron las teorías racistas y aquellos que permanecieron más apegados a las creencias cristianas, se creó una situación tensa, cuando no derivó en ruptura. Y entre unos y otros no terminaban de ponerse de acuerdo acerca de si el término adecuado para describirse a sí mismos era “antisemita”. Muchos, de hecho, siguieron prefiriendo el término “antijudío”. Por ejemplo, entre finales del siglo XIX y principios del XX, encontramos todavía algunas publicaciones francesas que adoptan cabeceras como L’Antijuif, La Trique Antijuive o L’Union Antijuive.

A pesar de todo, el término fue poco a poco imponiéndose. En él se reconocía claramente la referencia a la teoría de las razas y, por eso precisamente, se entendía que remitía a una forma de hostilidad que no estaba basada en la diferencia religiosa, sino en la diferencia racial. ¿Significaba eso que tal forma de hostilidad era algo nuevo?

No lo creían así los primeros antisemitas. Para ellos, el antisemitismo era un nuevo término para un fenómeno muy antiguo, tan antiguo como el propio pueblo judío. Se trataba de un antagonismo eterno entre arios y semitas que, sin embargo, en épocas pasadas había sido malinterpretado en términos religiosos.

Así, por ejemplo, Édouard Drumont, el célebre antisemita francés, contestando a las críticas que había recibido por La Francia judía, aclaraba que “el antisemitismo no es una cuestión religiosa”. Según Drumont, la acusación más común que se le había hecho por su obra era la de ser una muestra de intolerancia y fanatismo religioso. Pero, sin embargo —decía él—, en su obra estaba ausente cualquier perspectiva religiosa; más aún: “En ninguna época, (…), los judíos han sido perseguidos por su religión. (…) La cuestión antisemita ha sido constantemente lo que es hoy, una cuestión económica y una cuestión de raza”.[9]

El deseo de Drumont de escapar de cualquier acusación de intolerancia religiosa era explícito. La introducción del nuevo término y la utilización de un lenguaje secularizado permitían precisamente esto. En una época en la que la intolerancia religiosa se consideraba un signo de oscurantismo clerical, era muy importante para los antisemitas distanciarse de esos planteamientos confesionales si querían ganar adeptos entre los grupos sociales más secularizados. El término antisemitismo y la perspectiva racial permitía precisamente eso.

Sin embargo, la hostilidad antijudía era también muy importante entre los sectores más tradicionalistas y religiosos, y entre éstos precisamente la perspectiva racial y el nuevo término planteaba serios problemas doctrinales. Estas diferencias implicaron la imposibilidad de dar forma a un movimiento antijudío unificado, y cuando éste surgió y obtuvo cuotas de poder —como sucedería con el Partido Nazi—, fue gracias a mantener una estudiada ambigüedad, como veremos más adelante.

Antijudaísmo y antisemitismo

Las primeras aproximaciones académicas al fenómeno del antisemitismo se movieron entre dos posturas: o bien el antisemitismo era un fenómeno nuevo, diferente de formas anteriores de odio antijudío, o bien se trataba de un fenómeno secular que había ido sufriendo algunos cambios a lo largo del tiempo. Así, en la definición de “antisemitismo” que apareció en la Jewish Encyclopedia,[10] en su edición de 1901-1906, se leía:

«El término “antisemitismo” tiene sus orígenes en la teoría etnológica de que los judíos, como semitas, son totalmente diferentes de las poblaciones arias o indoeuropeas, y que nunca pueden mezclarse con ellas. La palabra implica que la oposición a los judíos no se basa en su religión, sino en sus características raciales.»

Sin embargo, más adelante, se añade:

«Aunque debe restringirse el uso del término antisemitismo para referirse a los movimientos modernos contra los judíos, en un sentido ampliado puede considerarse que incluye la persecución de los judíos a lo largo de los tiempos y entre todas las naciones, como creyentes de una religión diferente o como gentes de una nacionalidad distinta.»

Esta visión del antisemitismo, como algo antiguo y moderno a la vez, se comprende mejor si se concibe el antisemitismo como un fenómeno cambiante a lo largo del tiempo y diverso en sus características secundarias. El antisemitismo, identificado por una serie de características esenciales que harían de él un fenómeno unitario, podría ser identificado a lo largo de toda historia, entre los pueblos más diversos. Sin embargo, a lo largo del tiempo y del espacio habría sufrido mutaciones. En la Europa contemporánea esas mutaciones le habrían llevado a adoptar las teorías acerca del antagonismo racial entre arios y semitas. Es esa concepción del antisemitismo como un fenómeno secular, pero cambiante, la que permitió a León Poliakov seguir su pista a lo largo de miles de años, desde la Antigüedad grecolatina hasta el Holocausto.[11]

Sin embargo, tras la Segunda Guerra Mundial fue ganando fuerza la visión contraria: lejos de ser el antisemitismo un fenómeno secular, se habría tratado de algo totalmente nuevo, diferente de otro fenómeno anterior para el que sería necesario emplear un término distinto: “antijudaísmo”.

En buena medida, el éxito de esta tendencia se explica por dos razones. En primer lugar, la tendencia a establecer una diferencia —en ocasiones postulada como absoluta— entre antijudaísmo y antisemitismo se vio favorecida, tras el Holocausto, por la necesidad que tuvieron algunas iglesias cristianas europeas de desvincular sus respectivas tradiciones antijudías del monstruoso crimen cometido por los nazis. Sobre esto volveremos más adelante. En segundo lugar, fue una consecuencia de la reacción que entre algunos intelectuales de origen judío se produjo contra la llamada historia “lacrimosa”. Esta tendencia historiográfica, presente desde poco antes del ascenso del Partido Nazi al poder en Alemania, surgió a partir de las propuestas del historiador norteamericano Salo W. Baron, quien consideraba necesario separarse de la tradicional narración de la historia judía como una historia de persecuciones ininterrumpidas. Para él, ese tipo de relato presidido por el sufrimiento y la victimización del pueblo judío a manos de los demás pueblos con los que había compartido espacio no hacía justicia a su verdadero pasado, en el que también había habido momentos de tolerancia, libertad y esplendor.[12]

Hannah Arendt (1906-1975)

En línea con esta perspectiva, representar al antisemitismo como una constante histórica inevitable parecía un sinsentido. Por esta razón parecía conveniente, no sólo destacar los momentos de tolerancia, sino también señalar las importantes diferencias que habían existido a lo largo de la historia entre las distintas formas de rechazo antijudío. Hannah Arendt, por ejemplo, se situó dentro de esta tendencia abiertamente contraria a la visión “lacrimosa” de la historia judía. Así, en Los orígenes del totalitarismo lo primero que hizo fue diferenciar entre el antisemitismo y las formas anteriores de rechazo antijudío. La consecuencia inmediata de esta diferenciación era la consideración de que el odio a los judíos no era invariable, y que no cabía entenderlo como un fenómeno multisecular. Así, afirmaba:

«El antisemitismo (…) y el odio religioso hacia los judíos, inspirado por el antagonismo recíprocamente hostil de dos credos en pugna, es evidente que no son la misma cosa; e incluso cabe poner en tela de juicio el grado en que el primero deriva sus argumentos y su atractivo emocional del segundo. La noción de una ininterrumpida continuidad de persecuciones, expulsiones y matanzas desde el final del Imperio Romano hasta la Edad Media y la Edad Moderna para llegar hasta nuestros días, embellecida frecuentemente por la idea de que el antisemitismo moderno no es más que una versión secularizada de supersticiones populares medievales no es menos falaz (…) que la correspondiente noción antisemita de una sociedad secreta judía que ha dominado, o aspira a dominar, al mundo desde la antigüedad.»[13]

Esta postura explícitamente contraria a la llamada visión “lacrimosa” de la historia judía[14] tiene una causa principal: la consideración de que una visión del antisemitismo como un fenómeno “eterno” conllevaba, según Arendt, una relativización del Holocausto: si el antisemitismo que llevó al Holocausto era igual que las anteriores formas de odio antijudío, si formaba parte de una tendencia histórica secular, entonces se corría el riesgo de considerar el antisemitismo como parte del estado natural de las cosas, y, en tal caso, como algo inevitable. Los criminales que llevaron a cabo el Holocausto no podrían ser considerados responsables de sus actos; serían meras marionetas en manos de la necesidad histórica.[15] El antisemitismo que llevó al Holocausto se convertía así, en la obra de Arendt, en el arquetipo de antisemitismo, y la gravedad o levedad de las anteriores formas de odio antijudío se juzgaban en función de sus semejanzas o diferencias con respecto a esa forma de antisemitismo genocida.

Esta postura que defendía una diferenciación clara entre antijudaísmo y antisemitismo fue ganando fuerza en las décadas siguientes hasta convertirse en un lugar común. Fue, en concreto, la postura que más claramente defendió la Iglesia Católica. El deseo de distanciar la tradicional doctrina antijudía del cristianismo de cualquier responsabilidad por los crímenes nazis propició que esta diferenciación entre antijudaísmo y antisemitismo se utilizara como una suerte de exculpación. Este paso no fue dado sólo por la Iglesia Católica, sino que otras iglesias con gran influencia social en países donde había tenido lugar el exterminio de los judíos optaron por la misma estrategia.[16]

La Iglesia Católica, por ejemplo, en un documento —que tardó unos once años en redactar, y que publicó más de 50 años después del descubrimiento del exterminio de los judíos de Europa— defendía claramente la existencia de una diferencia absoluta entre dos fenómenos en apariencia sin relación:

«No se puede ignorar la diferencia que existe entre el antisemitismo, basado en teorías contrarias a la enseñanza constante de la Iglesia sobre la unidad del género humano y la igual dignidad de todas las razas y de todos los pueblos, y los sentimientos de sospecha y de hostilidad existentes desde siglos, que llamamos antijudaísmo, de los cuales, por desgracia, también son culpables los cristianos.

La ideología nacionalsocialista fue mucho más allá, en el sentido de que se negó a reconocer cualquier realidad trascendente como fuente de la vida y criterio del bien moral. (…) Lógicamente, esa actitud llevó también al rechazo del cristianismo y al deseo de ver destruida la Iglesia o, por lo menos, sometida a los intereses del Estado nazi.

Fue esa ideología extrema la que se convirtió en fundamento de las medidas tomadas, primero para expulsar a los judíos de sus casas y, luego, para exterminarlos. La Shoah fue obra de un típico régimen neopagano moderno. Su antisemitismo hundía sus raíces fuera del cristianismo y, al tratar de conseguir sus propios fines, no dudó en oponerse a la Iglesia, incluso persiguiendo a sus miembros.»[17]

De modo que, en realidad, el Holocausto había sido una consecuencia del antisemitismo, una ideología que no sólo era antijudía, sino también anticristiana. El problema, por tanto, no era la tradición cristiana, sino precisamente el abandono de Dios, el ateísmo y el neopaganismo de un “típico régimen” moderno.[18] La Iglesia, incluso, podía sentirse justificadamente como una víctima de ese régimen.

De esta forma, marcando las diferencias entre el antisemitismo y el antijudaísmo, e identificando al primero con el racismo “biológico”, subrayando su, en teoría, carácter contrario a las enseñanzas de la Iglesia —su carácter anticristiano incluso—, y considerando el Holocausto como consecuencia exclusiva de este tipo de antisemitismo, la Iglesia negaba cualquier responsabilidad propia en la suerte de los judíos de Europa. Para la Iglesia y los estudiosos que defienden posturas semejantes, el antijudaísmo cristiano se reduciría a una mera polémica doctrinal sin ninguna consecuencia para los judíos de carne y hueso. La Iglesia, bien al contrario, habría sido la institución que más habría protegido a los judíos, y las persecuciones espontáneas del pueblo contra ellos habrían sucedido contraviniendo sus enseñanzas.

Esta postura, sin embargo, no concuerda demasiado bien con los hechos históricos. La Iglesia —las Iglesias— tuvieron un papel fundamental, no ya en la mera transmisión de una antigua tradición de polémica religiosa antijudía, sino en la difusión y defensa del antisemitismo en época contemporánea. Por ejemplo, las publicaciones católicas, directamente dependientes de la jerarquía eclesiástica, o de órdenes religiosas como la Compañía de Jesús, tuvieron un papel determinante en la difusión de las teorías antisemitas, especialmente aquellas que tenían que ver con la idea de la conspiración judeomasónica. Los protocolos de los sabios de Sion aparecieron regularmente en publicaciones periódicas católicas, y, en el caso español, se publicaron de manera reiterada en imprentas dependientes de la Iglesia.[19]

Más aún: el antisemitismo de tipo explícitamente racial, aunque efectivamente encontró alguna oposición entre ciertos intelectuales católicos y miembros de la jerarquía eclesiástica, no encontró una oposición, ni mucho menos, generalizada. Más bien al contrario, las teorías racistas encontraron también refugio en publicaciones y movimientos de corte católico.[20]

Lo mismo cabe decir de algunas iglesias protestantes. De hecho, alguna de ellas, en el contexto del régimen nazi, lejos de considerar la doctrina racial como esencialmente contraria a las enseñanzas de Cristo, fue adoptada como parte integral de su concepción del cristianismo, hasta el punto de arianizar al propio Jesús de Nazaret.[21]

Por otro lado, en el citado documento publicado por la Iglesia Católica, se reincide en uno de los más reiterados errores que cabe detectar en ocasiones en el tratamiento que se hace del antisemitismo como fenómeno histórico: la consideración del antisemitismo nazi como el antisemitismo; como si todo el antisemitismo, como ideología y como movimiento político siempre hubiera adoptado la ideología que más tarde daría forma al antisemitismo nazi. Como vimos al principio, las diferencias dentro del movimiento antisemita fueron muy grandes; y una de las principales razones de disputa era, precisamente, el desacuerdo en cuanto a la consideración que merecían las teorías raciales.

Por otro lado, el documento adolecía de una malinterpretación del antisemitismo nazi, que se identificaba como un antisemitismo de corte neopagano o ateo. En la realidad del Tercer Reich, aun cuando la propaganda estaba plagada de referencias a la “raza” y ciertamente existió una forma de antisemitismo que se ajusta a esa imagen del movimiento neopagano y anticristiano, no todo el antisemitismo nazi fue de ese tipo. Lejos de eso, en la construcción de la imagen del judío como amenaza, los argumentos biológicos o eugenésicos ocuparon un lugar más modesto que los puramente tradicionales. La propaganda siguió apoyándose de manera recurrente en los ataques al Talmud y al “judío talmúdico”, en las acusaciones de crimen ritual, en las condenas veterotestamentarias que habían transmitido la imagen del pueblo judío como un pueblo “inclinado al mal” (Ex. 32:22) y “de dura cerviz” (Dt. 9:6, 9:13, etc.), y que incluso parecían apoyar las doctrinas raciales: “No ignorabas que era perverso su origen, / e innata su maldad, / y que nunca jamás cambiarían su modo de ser, / pues era raza maldita desde el principio” (Sab. 12:10-11). También estuvieron muy presentes las condenas del Nuevo Testamento, tales como la de “generación perversa y adúltera” (Mt. 19:39, 16:4), pero muy principalmente la de Juan 8:44: “vosotros procedéis del diablo, que es vuestro padre”. En general, todos los recursos que la tradición antijudía cristiana había usado a lo largo de los siglos fueron reutilizados por la propaganda nazi con el objetivo de recordar una y otra vez la imagen tradicional del judaísmo como enemigo mortal del cristianismo.[22]

Número especial del diario propagandístico nazi Der Stürmer dedicado al mítico «crimen ritual» judío

Finalmente, la propia doctrina racial nazi era realmente ambigua y en buena medida había heredado las concepciones místicas que habían sido hegemónicas en gran parte del movimiento völkisch decimonónico. En estas concepciones, la raza, más que ser un concepto biológico, era considerado un concepto que remitía a una visión “espiritual”.[23] De hecho, el racismo tenía realmente tan poca base científica que resultaba imposible, a partir de él, dar forma a una legislación antijudía coherente que permitiera identificar a los judíos. Por ello, cuando se hizo necesario convertir la propaganda racista en legislación, la religión terminó siendo un referente inevitable,[24] como ya mostró Raul Hilberg.[25]

En definitiva, si bien la diferenciación entre “antijudaísmo” y “antisemitismo”, como “tipos ideales” weberianos, puede resultar de cierta utilidad —siempre que se haga con propósitos heurísticos—, nunca hay que olvidar que la realidad histórica del fenómeno fue, y sigue siendo, mucho más compleja. En la realidad esos tipos ideales muy rara vez se dan de forma pura, de manera que mantener la diferenciación de manera estricta en el análisis en ocasiones puede confundir más que aclarar las cosas. Por esta razón, muchos autores piensan que tal diferenciación carece de sentido y que, en realidad, la doctrina racial no fue determinante en el surgimiento y desarrollo del antisemitismo.[26]

Aproximaciones recientes

La creación del Estado de Israel en 1948 no supuso el fin del antisemitismo, al contrario de lo que habían predicho los primeros sionistas. Más bien sucedió lo contrario: que el antisemitismo se extendiera a zonas del mundo que con anterioridad se habían visto, en buena medida, libres de él. Es el caso, por ejemplo, de los países árabes. Este hecho ha llevado a algunos estudiosos a considerar que el término “antisemitismo” no era aplicable en este caso, dado que los pueblos de esa parte del mundo han sido identificados tradicionalmente como “semitas”. Bajo el presupuesto falso de que el término “antisemitismo” se había empleado históricamente, de manera general —y no puntual, como hemos visto—, para designar una forma de rechazo hacia todos los pueblos semitas, se defendió que resultaba necesario utilizar otro término para referirse al “nuevo” fenómeno.

Así, Pierre-André Taguieff defendió la utilización del término “judeofobia”, creado por Leon Pinsker a finales del XIX. Taguieff hablaba, de hecho, del surgimiento de una “nueva judeofobia” que resultaba necesario distinguir del antisemitismo, a partir de la idea de que era su vinculación con las teorías raciales lo que identificaba al antisemitismo. El antisemitismo, según este punto de vista, sería un paréntesis dentro de la historia más amplia de la judeofobia, paréntesis que abarcaría el periodo que va de mediados del siglo XIX a mediados del XX. La judeofobia, en cambio, sí sería un odio eterno.[27]

De esta manera, Taguieff no estaba más que reutilizando la diferenciación clásica entre antijudaísmo y antisemitismo, pero sustituyendo el primer término por “judeofobia”. Su propósito era, además, englobar bajo ese concepto a formas de rechazo antijudío que ya no eran estrictamente racistas —aunque, como hemos visto, el antisemitismo en el periodo histórico en el que Taguieff lo sitúa tampoco lo había sido siempre—, e incluir también aquellas actitudes que tenían una connotación antisionista. El antisionismo, según Taguieff, se había convertido en una de las máscaras de la judeofobia, la cual, en realidad, mantenía las mismas características que siempre había tenido, solo que ahora en ella era el sionismo el que ocupaba el lugar que tradicionalmente había ocupado el judaísmo, heredando con ello todas las características maléficas que se le habían atribuido históricamente.[28]

Esta misma preocupación por el crecimiento de una forma de antisionismo que, de alguna manera, podía recordar al antisemitismo es lo que llevó a la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto (IHRA) a proponer una “definición de trabajo”, “jurídicamente no vinculante”, de antisemitismo. La definición, adoptada en 2016 tras las deliberaciones de una serie de académicos y representantes de organizaciones de la sociedad civil, resultaba, sin embargo, algo confusa. Reza así:

«El antisemitismo es una cierta percepción de los judíos que puede expresarse como el odio a los judíos. Las manifestaciones físicas y retóricas del antisemitismo se dirigen a las personas judías o no judías y/o a sus bienes, a las instituciones de las comunidades judías y a sus lugares de culto.»[29]

Es obligado señalar que tal definición no puede ser una definición de antisemitismo en ninguna circunstancia, y causa asombro que haya sido aceptada por tantos países y organizaciones.[30] Considerar que el antisemitismo “es una cierta percepción de los judíos”, y que “puede” —sólo “puede”, pero no necesariamente tiene que ser así— manifestarse como odio, es como decir que cualquier percepción que tengamos del pueblo judío, buena o mala, es antisemitismo. De manera que el sionismo, sin ir más lejos, al ser una opción política basada en “una cierta percepción” del pueblo judío, también sería una forma de antisemitismo, lo cual resulta absurdo.

Esta inaceptable definición venía acompañada, con el objetivo de orientar la identificación de manifestaciones de antisemitismo, de una serie de ejemplos. En este sentido, resulta muy ilustrativo de los objetivos que se buscaban al proponer esta definición el hecho de que la mayor parte de esos ejemplos tuvieran que ver con acciones o manifestaciones contrarias al Estado de Israel —aunque se apuntaba que “las críticas contra Israel, similares a las dirigidas contra cualquier otro país no pueden considerarse antisemitismo”—. Por el contrario, no se incluía en ningún momento, como ejemplo de antisemitismo, ningún tipo de manifestación o actuación contra la religión judía, por muy extrema que pudiera ser, a no ser que se concretara en acciones contra lugares de culto o se utilizaran para caracterizar a Israel o a los israelíes. Mientras, mantener una postura antinacionalista y considerar que un proyecto de construcción nacional de corte etnicista puede considerarse racista, esto, paradójicamente, sí sería considerado antisemitismo.[31]

En este sentido, no extraña que la definición de trabajo de la IHRA haya sido objeto de duras críticas, y que se haya tratado de ofrecer una alternativa científicamente más rigurosa. Con ese propósito se promulgó la Declaración de Jerusalén sobre el Antisemitismo (2020), firmada por cientos de académicos de todo el mundo. La Declaración definía el antisemitismo de la siguiente manera:

«El antisemitismo es la discriminación, el prejuicio, la hostilidad o la violencia contra los judíos en tanto que judíos (o contra las instituciones judías en tanto que judías).»[32]

A diferencia de la definición de la IHRA, esta otra definición ofrecía más claridad: ya no era una “cierta percepción” lo que identificaba al antisemitismo, sino que directamente se hablaba de discriminación, prejuicio, hostilidad o violencia. Pero lo principal es que se señalaba que esas formas de actitud contra los judíos debían basarse en su identificación como judíos. Es decir: no era suficiente con que la víctima fuera judía; debía ser identificada como tal, y que tal identificación fuera el motivo de la actitud discriminatoria, prejuiciosa, hostil o violenta. Esto significaba que ese tipo de actitudes, dirigidas contra personas o instituciones judías, pero por otras razones que nada tuvieran que ver con su identificación como judías, podrían ser rechazadas y condenadas si procedía, pero no podrían ser consideradas formas de antisemitismo.

Sin embargo, la definición también resulta insatisfactoria en un sentido: en muchas ocasiones, tanto en la actualidad como históricamente, las víctimas del antisemitismo no han sido personas o instituciones judías. Pueden haber sido personas o instituciones que, por cualquier razón, el antisemita haya identificado como judías sin serlo realmente. De este tipo de casos existen innumerables ejemplos. Un caso ilustrativo es el de aquellas personas cuyos antepasados abandonaron el judaísmo, que perdieron toda noción de su origen, que se educaron como cristianas y que se consideraban a sí mismas como tales, pero que, sin embargo, fueron identificadas como judías debido a los criterios arbitrarios establecidos por el régimen nazi. La definición de la IHRA, en cambio, sí reconocía este hecho al recoger la posibilidad de que personas o instituciones no judías pudieran sufrir el antisemitismo.

Tampoco se entiende demasiado bien la restricción de los casos de antisemitismo a aquellas actitudes de las que son víctimas personas o instituciones. La definición de la IHRA en este sentido también resultaba más amplia, al incluir los bienes de las personas judías, así como sus lugares de culto. Sin embargo, también esto resulta excesivamente restringido. Por ejemplo: la persecución de ideas “judías” o la quema de libros “judíos” han sido, y son, actos típicamente antisemitas que, según ambas definiciones, no podrían ser considerados antisemitas, dado que las víctimas, en este caso, serían abstracciones u objetos que podrían pertenecer a cualquier persona o institución no necesariamente judías.

Finalmente, a esta definición de Jerusalén se añadían también un total de quince pautas para identificar el antisemitismo en casos concretos. De nuevo se echaba en falta una mención expresa a la representación de la religión judía como una amenaza. Sin embargo, al hacer una mención explícita a las formas en las que los judíos son representados como representantes de “las fuerzas del mal”, se incluirían aquellas representaciones de la religión judía que hemos mencionado anteriormente y que, evidentemente, se realizaban, no como mera crítica teológica o filosófica, sino con la intención de construir una imagen maligna de los judíos. Por último, la definición abordaba de manera más satisfactoria la diferenciación del antisemitismo y el antisionismo. Así, aun cuando establecía claramente que ciertas formas de antisionismo son evidentemente antisemitas, dejaba claro que no todas las formas de oposición al proyecto sionista lo eran.



Notas:

[1] La expresión empleada es “Antisemitischen Vorurtheile”; véase STEINSCHNEIDER, Hebräische Bibliographie: Blätter für neuere und ältere Literatur des Judenthums, 21 vols., A. Asher & Co., Berlín, 1858-1882, vol. 13, pág. 16.

[2] Sobre el mito del antagonismo entre arios y semitas véase ARVIDSSON, Aryan idols: Indo-European mythology as ideology and science, University of Chicago Press, Chicago, 2006; Poliakov, Le mythe aryen, Calmann-Lévy, París, 1971; Olender, The languages of Paradise. Race, religion, and philology in the nineteenth century, Harvard University Press, Harvard y Londres, 2008.

[3] Entre ellos podemos destacar a Édouard Drumon y D. Kimon; véase Drumont, La France Juive: essai d’histoire contemporaine, 2 vols., C. Marpon & E. Flammarion, París, 1886; Kimon, La pathologie de l’Islam et les moyens de le détruire, Chez l’auteur, París, 1897; Idem, La Guerre antijuive, Chez l’auteur, París, 1898. Sobre el antisemitismo de Kimon véase Bravo López, «The genocidal Islamophobia of a late nineteenth-century French anti-Semite: D. Kimon and The pathology of Islam», en Islam and Christian-Muslim Relations, vol. 25, n.o 1, 2014, págs. 101 a 116.

[4] MARR, Der Sieg des Judenthums über das Germanenthum: vom nicht confessionellen Standpunkt aus betrachtet, 8a ed., Rudoph Costenoble, Berna, 1879.

[5] Die Deutsche Wacht: Monatsschrift für Nationale Kulturinteressen (Organ der Antijüdischen Vereinigung).

[6] ZIMMERMANN, Wilhelm Marr, the patriarch of antisemitism, Oxford University Press, Nueva York, 1986, págs. 89, 90 a 91; VOLKOV, Germans, Jews, and Antisemites. Trials in emancipation, Cambridge University Press, Cambridge y Nueva York, 2006, págs. 82 a 84

[7] Véase ZIMMERMANN, Op. cit., págs. 91 a 92.

[8] Menos desacuerdo existía en la consideración que merecían los judíos que habían abandonado la religión, pues a estos normalmente se les consideraba tan peligrosos como a los “judíos talmúdicos”. Es el caso, por ejemplo, de los líderes del movimiento obrero que tenían orígenes judíos.

[9] DRUMONT, La «France juive» devant l’opinion, E. Flammarion, París, 1886, págs. 23 a 27.

[10] DEUTSCH, «Anti-Semitism», en The Jewish Encyclopedia, (Cyrus Adler et al., eds.), 12 vols., Funk & Wagnalls, Nueva York:, 1901, vol. 1, págs. 641 a 649.

[11] POLIAKOV, Historia del antisemitismo, 5 vols., Muchnik, Barcelona, 1984-1986.

[12] BARON, Ghetto and emancipation: Shall we revise the traditional view?, The Menorah Journal, Nueva York, 1928.

[13] ARENDT, Los orígenes del totalitarismo, Taurus, Madrid, 2004, págs. 13 a 14; en el mismo sentido, págs. 51 a 52.

[14] Véase especialmente Ibid., pág. 14, nota 2.

[15] Ibid., pág. 53.

[16] Véanse, por ejemplo, para el caso de la Iglesia ortodoxa serbia: BYFORD, «Disinguishing “anti-judaism” from “antisemitism”: recent championing of Serbian Bishop Nikolai Velimirovic», en Religion, State & Society, vol. 34, n.o 1, 2006, págs. 7 a 31.

[17] Véase, Comisión para las Relaciones Religiosas con los Judíos (Vaticano), «Nosotros recordamos: una reflexión sobre al [sic] Shoah», en Pontifical Council for Promoting Christian Unity, 1998, http://www.christianunity.va/content/unitacristiani/en/commissione-per-i-rapporti-religiosi-con-l-ebraismo/commissione-per-i-rapporti-religiosi-con-l-ebraismo-crre/documenti-della-commissione/en1/es.html. Para una crítica de esta postura véanse las interesantes observaciones recogidas en la introducción de KERTZER, Popes against the Jews. The Vatican’s role in the rise of Modern anti-semitism, Alfred A. Knopf, Nueva York, 2001.

[18] Qué podía tener de típico el régimen nazi es algo que el documento no aclara.

[19] Sobre esta cuestión véase, de entre la numerosísima bibliografía, KERTZER, Op. cit.; ÁLVAREZ CHILLIDA, «Antijudaísmo cristiano y Holocausto. Reflexiones sobre un tema historiográfico», en Historia y Política, n.o 10, 2003, págs. 261-72; MICHAEL, A history of Catholic antisemitism, Palgrave Macmillan, Nueva York, 2008; DAHL, «The role of the Roman Catholic Church in the formation of Modern anti-Semitism: La Civiltà Cattolica, 1850-1879», en Modern Judaism, vol. 23, n.o 2, 2003, págs. 180 a 197. DELMAIRE, Antisémitisme et catholiques dans le Nord pendant l’affaire Dreyfus, Presses Universitaires de Lille, Lille, 1991; ERICKSEN, Complicity in the Holocaust: churches and universities in Nazi Germany, Cambridge University Press, Cambridge y Nueva York, 2012.

[20] Véase KERTZER, Op. cit., págs. 205 a 212; MICHAEL, Op. cit., págs. 193 a 204; CONNELLY, «Catholic racism and its opponents», en Journal of Modern History, vol. 79, n.o 4, 2007, págs. 813 a 847; Jucquois y Sauvage, L’invention de l’antisémitisme racial: l’implication des catholiques français et belges, 1850-2000, Academia Bruylant, Louvain-la-Neuve, 2001.

[21] HERSCHEL, The Aryan Jesus. Christian Theologians and the Bible in Nazi Germany, Princeton University Press, Princeton:, 2008; Idem, «Historiography of antisemitism versus anti-Judaism: a response to Robert Morgan», en Journal for the Study of the New Testament, vol. 33, n.o 3, 2011, págs. 257 a 279.

[22] Véase BRAVO LÓPEZ, En casa ajena: bases intelectuales del antisemitismo y la islamofobia, Ed. Bellaterra, Barcelona, 2012, págs. 161 a 185.

[23] MOSSE, Toward the final solution: a history of European racism, H. Fertig, New York, 1985, págs. 94 a 112.

[24] KOONZ, La conciencia nazi: la formación del fundamentalismo étnico del Tercer Reich, Paidós, Barcelona, 2005, pág. 229.

[25] HILBERG, La destrucción de los judíos europeos, Akal, Madrid, 2005, págs. 79 a 80. Véase también, en el mismo sentido, KERSHAW, Hitler (I), 1889-1936, 2a ed., Península, Barcelona, 2004, pág. 765. Sobre la preocupación nazi por la influencia judía y sus implicaciones para la doctrina racial, véase BRAVO LÓPEZ, En casa ajena, Op. cit., págs. 51 a 52.  

[26] Véase, por ejemplo, KATZ, From prejudice to destruction: anti-Semitism, 1700-1933, Harvard University Press, Cambridge, 1980, págs. 310 a 311 y 319. Véase también Idem, «Misreadings of Anti-Semitism», en Commentary, vol. 76, n.o 1, 1983, págs. 39 a 44; LIDEMANN, Esau’s tears: modern anti-Semitism and the rise of the Jews, Cambridge University Press, Cambridge y Nueva York, 1997, págs. 95 a 96; KERTZER, «The Roman Catholic Church, the Holocaust, and the demonization of the Jews», en HAU: Journal of Ethnographic Theory, vol. 4, n.o 3, 2014, págs. 329 a 333.

[27] TAGUIEFF, La nueva judeofobia, Gedisa, Barcelona, 2003, pág. 32.

[28] Ibid., pág. 41.

[29] La definición y la descripción de actos considerados antisemitas se encuentra, traducida al castellano, en https://www.holocaustremembrance.com/es/resources/working-definitions-charters/definicion-del-antisemitismo-de-la-alianza-internacional [fecha de consulta: 7 de mayo de 2021].

[30] Véase la lista en https://www.holocaustremembrance.com/resources/working-definitions-charters/ working-definition-antisemitism [fecha de consulta: 7 de mayo de 2021].

[31] Entre los ejemplos recopilados se encuentra este: “Denegar a los judíos su derecho a la autodeterminación, por ejemplo, alegando que la existencia de un Estado de Israel es un empeño racista”.

[32] Véase la definición y la lista de firmantes en https://jerusalemdeclaration.org/ [fecha de consulta: 7 de mayo de 2021].