Si la “Reconquista” fuera la empresa de construcción de la nación española que algunos creen que fue, entonces tendríamos que concluir que la nación española se construyó, en buena medida, gracias a la aportación de los musulmanes, tanto autóctonos como inmigrantes, que vivieron bajo la soberanía de los reyes cristianos
Artículo publicado originalmente en: Al-Andalus y la Historia, 18 de julio de 2025

Uno de los mayores inconvenientes de interpretar la Edad Media peninsular a la luz del concepto de “Reconquista” es que, de manera casi inevitable, cualquier representación de ese pasado se convierte en una teleología; es decir, en un relato totalmente determinado por su final. En una perversión total de lógica temporal, el final determina el principio y no al contrario. En el caso que nos ocupa, el final sería, para unos, el hecho de que finalmente los Reyes Católicos tomaron Granada y acabaron con la última entidad política islámica en suelo peninsular. Para otros, en cambio, el final sería la definitiva expulsión de los musulmanes, ya se identifique ese momento con 1502 —en Castilla—, 1526 —en Aragón— o 1609-14 —con la expulsión de los moriscos, todavía, para muchos, “musulmanes encubiertos”—. De manera que, si se piensa que todo acabó con la expulsión de los musulmanes y que la Reconquista adquiere sentido sólo en función de ese final, entonces se concluye que toda la Reconquista debe entenderse como un proceso destinado a la expulsión de los musulmanes de territorio peninsular.
Esto, evidentemente, está muy lejos de la verdad histórica. Hasta los Reyes Católicos —y, en realidad, habría que matizar mucho la postura de don Fernando en vista de su política hacia los musulmanes de la Corona de Aragón—, ninguno de los reyes cristianos protagonistas de la Edad Media se planteó la conquista de tierras islámicas como un proceso destinado a la expulsión de los musulmanes —más allá de la retórica que en ocasiones se empleaba—. En la práctica, siempre que iniciaron campañas de conquista de territorio musulmán tuvieron como objetivo la expansión de su soberanía sobre esos territorios. Si los musulmanes aceptaban esa soberanía, pasaban a formar parte del reino. Sólo si la rechazaban violentamente podían ser expulsados; y sólo si la rechazaban pacíficamente podían tomar el camino del exilio.
Los reyes cristianos sabían muy bien que tomar tierras para dejarlas despobladas no era muy buena política. La campaña de Las Navas, por ejemplo, conllevó la despoblación de buena parte de las tierras de las actuales provincias de Ciudad Real y Jaén. El resultado fue que esa campaña, tan recordada, tan exaltada por el nacionalismo españolista, acabó sin apenas ganancias territoriales. Sin población no se podía retener un territorio. Los caballeros que, tras esa campaña, quedaron como avanzadilla castellana en Calatrava La Vieja, alejados de las fuentes de suministro y sin población autóctona que les mantuviera, se murieron literalmente de hambre (Historia Gothica, VIII, 14). Igualmente, cuando las tropas del arzobispo Jiménez de Rada tomaron diversas plazas de la sierra de Cazorla a principios de los años 30, las guarniciones que se quedaron en ellas tuvieron que pasar penurias semejantes, con el resultado de que el arzobispo tuvo que pedir permiso al papa para que pudieran obtener su sustento de las poblaciones musulmanas del otro lado de la frontera, mediante el comercio (Rodríguez López 1994: 290-292). Algo casi idéntico sucedió en Mallorca: para poder sobrevivir, los colonos cristianos tuvieron que obtener en 1248 un permiso parecido de Inocencio IV (Burns 1975: 27).

Así que, dada la dificultad de atraer población cristiana suficiente, si se querían mantener las tierras conquistadas, era imprescindible conseguir que la mayor cantidad posible de población musulmana se quedara trabajando, produciendo y pagando impuestos. Que eso fuera así se convirtió en una prioridad para los reyes cristianos, especialmente durante las grandes campañas del siglo XIII en el valle del Guadalquivir y en el litoral mediterráneo. La conclusión obvia es que la llamada “Reconquista” no habría sido posible sin población musulmana. Podríamos ir un poco más allá y decir que no habría sido posible sin inmigración musulmana. Y todavía podríamos ir un poco más allá y decir que, si la “Reconquista” fuera la empresa de construcción de la nación española que algunos creen que fue, entonces tendríamos que concluir que la nación española se construyó, en buena medida, gracias a la aportación de los musulmanes, tanto autóctonos como inmigrantes, que vivieron bajo la soberanía de los reyes cristianos.
Efectivamente, no es sólo que los reyes, los señores —tanto seculares como eclesiásticos—, las ciudades y las órdenes militares y religiosas favorecieran que la población musulmana se quedara en sus tierras, es que también buscaron que nueva población musulmana —y también judía— viniera a vivir y a trabajar en ellas.
Así, por ejemplo, cuando en 1189 Alfonso VIII promulgó el fuero de Cuenca, lo hizo con la idea de estimular la inmigración de gentes de otros lugares. Para ello, el documento reconocía algunos derechos y libertades para todos los inmigrantes, con independencia de cuál fuera su credo: a “quol quier que a Cuenca viniere poblar, de qual quier condición que sea e si quier sea christiano, si quier moro o judío” (Fuero de Cuenca 1935: 121). Así pudo formarse una comunidad musulmana en la ciudad, la cual, aunque muy disminuida, todavía existía a finales del siglo XV.
El mismo estímulo legal a la inmigración que la Corona introdujo en el fuero de Cuenca, se repetiría en fueros posteriores, aprobados para otras poblaciones conquistadas como Alcaraz, Alarcón, Alcázar de San Juan, Úbeda o Baeza. De esta manera, las nuevas conquistas castellanas se aseguraban de que más inmigrantes llegarían, tanto cristianos como judíos o musulmanes. La cuestión era que la tierra se poblara, que los nuevos pobladores produjeran y pagaran impuestos. Daba igual el credo. Este tipo de fueros crearon un verdadero “efecto llamada” y permitieron el mantenimiento de la soberanía cristiana sobre los territorios conquistados. En otras palabras: hicieron posible la “Reconquista” castellana.

En el litoral mediterráneo sucedió otro tanto. Más allá de la retórica antimusulmana y de las eventuales expulsiones de la población autóctona tras la conquista de algunas plazas —expulsiones que en muchos casos fueron temporales—, Jaime I y sus sucesores mantuvieron una política que favorecía la permanencia de la población musulmana e, incluso, estimulaba su inmigración. Algunos ejemplos —tomados en su mayor parte de Robert I. Burns— resultarán ilustrativos.
La carta puebla de Eslida y otros lugares de la Sierra de Espadán, otorgada por Jaime I en 1242, es una clara muestra de esta política real que, con el objetivo de que los musulmanes se quedaran a vivir en las recién conquistadas tierras, les concedía amplios derechos y libertades. De hecho, el rey no sólo se dirigía a los musulmanes que se habían quedado, sino también a los musulmanes que, en el momento de la conquista, habían decidido marcharse. Así, don Jaime les conminaba a inmigrar a sus tierras y recuperar sus bienes:
«Esta es la carta de gracia y seguridad que otorga Jaime, por la gracia de Dios rey de Aragón […] a toda la aljama de sarracenos que están en Eslida, en Ahín, en Veo, en Sengueir [¿Xinquer?], en Pelmes y en Sueras, los cuales se han entregado a su servicio y han pasado a ser sus vasallos.
Les concede, por tanto, que posean sus casas y propiedades en todas sus alquerías, con todos sus términos, entradas y salidas, en tierras de regadío y de secano, cultivadas y sin cultivar, y todos sus huertos y plantaciones.
Y que aprovechen sus aguas como era costumbre en tiempo de los sarracenos, y que las repartan entre ellos según su costumbre.
Y que su ganado paste en todos sus términos como era habitual en tiempo de los paganos [paganorum, i.e., musulmanes].
Y que no se les imponga la presencia de cristianos ni de personas de otra ley en sus términos con intención de habitar, sin su consentimiento.
Y que nadie les impida el uso de sus pastos ni de su ganado, y que estén seguros y protegidos en sus personas y bienes, y puedan desplazarse por todos sus términos para tratar sus negocios, sin necesidad de cristianos.
Y que ni los alcaides de los castillos ni los bailíos les exijan servicios de leña, bestias o agua, ni otros servicios de los castillos, ni interfieran en sus casas, viñas, árboles o frutos.
Y que no se les prohíba pronunciar sermones en sus mezquitas ni realizar sus oraciones los viernes, días festivos y otros días, sino que lo hagan según su ley.
Y que puedan enseñar a sus escolares el Corán y todos los libros de su religión según su ley.
Y que los encargados de las mezquitas sean de entre ellos.
Y que juzguen sus causas bajo la autoridad del alcaide sarraceno que esté en Eslida, en asuntos de matrimonios, divisiones, compras, ventas y todas las demás causas según su ley.
Y que los sarracenos que ahora están fuera de las alquerías de dichos castillos, cuando regresen, puedan recuperar sus heredades para siempre.
Y que los sarracenos que deseen marcharse puedan vender sus heredades y bienes a otros sarracenos que habiten allí. Y que los bailíos no se lo impidan.
Y que los sarracenos no deban pagar nada al alcaide del castillo por ello, y que estén seguros en su persona, bienes, familia e hijos, por mar y por tierra.
Y que no se les imponga ninguna carga, tributo ni impuesto sobre sus heredades, salvo el diezmo del trigo, cebada, mijo, panizo, lino y legumbres.
Y que los diezmos se paguen en la era.
Y que den de los molinos, hornos, oficios, almacenes y baños la parte que solían dar en tiempo de los paganos.
Y que puedan ir a visitar a sus parientes dondequiera que estén, cuando lo deseen.
Y que los muertos sean enterrados en sus cementerios sin impedimento ni pago.
Y que los impuestos personales se paguen según su ley.
Y que no paguen nada por hortalizas, como cebollas, calabazas ni otros frutos de la tierra, salvo los ya mencionados.
Y que no den diezmo de sus árboles, frutos ni parras, pero sí de las viñas.
Y que paguen el agua para el ganado según la costumbre.
Y que los cristianos no se alojen en sus casas ni heredades, salvo que los sarracenos lo consientan.
Y que los cristianos no puedan testificar contra sarracenos salvo con un sarraceno legal [sarraceno legali; i.e., ¿alfaquí?].
Y que los sarracenos de dichos castillos recuperen sus heredades dondequiera que estén, salvo en Valencia y Burriana.
Y que no paguen nada por colmenas ni por el ganado, salvo lo ya dicho.
Y si un sarraceno muere, su herencia pasará a sus descendientes; y si no tiene descendencia, la heredará la aljama.
Y que los sarracenos que quieran contraer matrimonio fuera de su villa puedan hacerlo sin impedimento del alcaide ni pago de servicio.
Y que los de Eslida, Ahín, Veo, Pelmes y Sengueir estén exentos de todos los tributos desde el día en que el señor rey otorgue esta carta hasta un año. Y pasado ese año, sirvan como se ha dicho arriba.
Y el señor rey los recibe a ellos y a los suyos bajo su protección y salvoconducto.
Hecho en Artana [Castellón], el día 29 de mayo del año del Señor 1242.»
Arxiu Virtual Jaume I
Ni que decir tiene que las comunidades musulmanas de la Sierra de Espadán sobrevivieron, en muchos casos, hasta bien entrado el siglo XVI. Es decir, don Jaime puso las bases de un sistema que, aunque no estuvo exento de conflictos más o menos graves, y, obviamente, siempre se vio limitado por los parámetros de la desigualdad jurídica característica de la Edad Media, permitió la convivencia, a pesar de todo, durante unos 300 años.

Se trató de una política que, lejos de ser anecdótica, se implementó de manera sistemática en muchas otras zonas. Así, por ejemplo, en el año 1274, Jaime I autorizó el asentamiento de inmigrantes musulmanes en las tierras situadas a lo largo del sistema de riego de Alcira. Su hijo, el rey Pedro III, continuó esta política, promoviendo activamente la instalación de población musulmana en diversas localidades, como Beniopa (Gandía), Bocairent, en una docena de lugares del entorno de Denia y en la propia ciudad de Valencia. Incluso llegó a desalojar a colonos cristianos que ocupaban ilegalmente tierras previamente asignadas a los musulmanes que se establecían en la zona.
Pero fue esta una política real de la que se beneficiaron no sólo las tierras dependientes directamente de la jurisdicción del rey, sino también órdenes militares y religiosas. Por ejemplo, en 1231, Jaime I dio permiso a la orden del Temple para que poblara la zona de Inca (Mallorca) con musulmanes, diciendo:
“Podéis poblar y establecer casas en cualquier lugar que queráis de vuestra parte con treinta hogares de sarracenos que tengáis como propios y libres, y que esos sarracenos y sus descendientes, con todos sus bienes, estén bajo nuestra protección y la de los nuestros, así como bajo nuestro salvoconducto.”
(Miret i Sans 2007: 94)
Según Burns, este caso no fue de ninguna manera aislado. De hecho, en las Baleares, fue tan frecuente que templarios y hospitalarios usaran a musulmanes para poblar sus territorios, que Roma tuvo que intervenir para ponerles freno —si bien con escaso éxito—. Y en los reinos de Aragón y Valencia, y en el principado de Cataluña, se dieron casos semejantes: en Villastar los templarios, en L’Aldea los hospitalarios, en Burriana los calatravos. Y para 1248, los hospitalarios habían conseguido establecer a 100 familias musulmanas en la rivera de la albufera valenciana.

De la misma manera, en 1262, el rey concedió de forma perpetua a los cistercienses del monasterio de Piedra el permiso de construir poblaciones de cristianos y musulmanes que permitieran mejorar la situación en la que se encontraban tres localidades bajo su jurisdicción, que, sin duda, estaban faltas de trabajadores (Miret i Sans 2007: 332). Y el obispado de Valencia, que en los primeros decenios tras la conquista había visto con recelo este tipo de política de estímulo de la inmigración musulmana, hizo uso, en 1280, de un permiso semejante concedido por Pedro III.
En cualquier caso, sin duda fueron los nobles guerreros que acompañaron al rey durante las conquistas los que más uso hicieron de los pobladores musulmanes, iniciando así una tradición de protección señorial de la población musulmana que se extendería hasta la época morisca. Un claro ejemplo de esta política de temprano estímulo de la inmigración musulmana a las tierras señoriales es el privilegio otorgado por Jaime I al caballero Pedro de Castellnou en 1255 para que poblara un lugar cercano a Onda, en la actual provincia de Castellón:
«Sepan todos que nos, Jaime, por la gracia de Dios rey de Aragón […] por nos y nuestros sucesores concedemos a vos, Pedro de Castellnou, y a los vuestros, para siempre, que podáis poblar y retener en nuestra alquería llamada Tales, que está en el término de Onda, treinta casas de sarracenos, y más, es decir, tantos como queráis y podáis poblar allí, que vengan, vivan y habiten siempre bajo nuestra fidelidad.
Con la condición de que cada uno de esos sarracenos que haya poblado dicha alquería y sus términos y pertenencias nos entregue a nos y a nuestros sucesores, cada año, en la fiesta de San Miguel del mes de septiembre, un besante de plata como tributo.
Y aparte de este tributo o censo, ni ellos ni sus descendientes estarán obligados a darnos nada más.
Y así, pobléis y retengáis a dichos sarracenos, y los tengáis vosotros y los vuestros, libres y exentos, para hacer todas vuestras propias voluntades, para siempre.
Dado en Calatayud, el día 13 de marzo del año del Señor 1255.»
Arxiu Virtual Jaume I
No creemos que sea necesario añadir más y más ejemplos para mostrar que se trató de una política sistemática. Cualquiera que tenga dudas al respecto puede acudir a la bibliografía que citamos más abajo. Pero sí resulta importante destacar una cosa más: no es sólo que los reyes, los señores, las órdenes militares y religiosas, obispos y ciudades favorecieran la permanencia y la inmigración de población musulmana. Es que, además, en muchas ocasiones trataron de impedir lo que hoy algunos llamarían su “remigración”; es decir, que abandonaran sus dominios. Así, en las Cortes de Huesca de 1247, se determinó que los musulmanes que abandonaban las tierras del rey para residir en las de un infanzón, debían permanecer en poder del rey, aunque el infanzón pudiera quedarse con sus bienes (Carrasco 2012: 95), lo que demuestra la renuencia del rey a la hora de perder a sus musulmanes. En el Fuero General de Navarra (segunda mitad del siglo XIII), se estipulaba algo semejante: que los musulmanes que abandonaran las tierras del rey para ir a vivir en las de un infanzón fueran devueltos al rey; y que si sucedía lo contrario —que quisieran abandonar las tierras de un infanzón para mudarse a las del rey—, el infanzón podía prenderlos mientras lo hiciera dentro de los límites de su propiedad —pero no si los musulmanes estaban ya en las tierras del rey— (Carrasco 2012: 99-100). Se muestra así no sólo un interés por mantener a la población musulmana, sino una competencia por ella entre los nobles y la Corona.

De la existencia de esta competencia entre la Corona y los señores para atraer población musulmana y retener a la ya asentada en sus tierras existen numerosos ejemplos relativos a la Corona de Aragón. Estos muestran que tal competencia se mantuvo durante décadas y se recrudecía especialmente en momentos de escasez, en los que las aljamas sufrían despoblación, con el consiguiente menoscabo para las rentas reales y señoriales. En esos momentos, la concesión de privilegios y mercedes a las comunidades musulmanas era el recurso más habitual usado por reyes y señores para mantener a esa población y evitar su emigración (Pérez Viñuales 1990).
Algo semejante sucedía en ocasiones en Castilla. Así, por ejemplo, Juan Catalina señala que Alfonso XI —a petición del maestre de Calatrava— redujo a la mitad los impuestos que debían pagar los musulmanes de Zorita, con el objetivo de frenar su emigración y favorecer la vuelta de los que ya se habían marchado (cit. García-Arenal 1977: 41, nota 20). Igualmente, en 1462 el concejo de Cuenca solicitó al rey Enrique IV que rebajara los impuestos a las familias musulmanas con el objetivo de impedir que la ciudad perdiera a las pocas que todavía residían allí. Para los regidores, estos musulmanes eran lo que hoy llamaríamos “trabajadores esenciales”; y si, ahogados por los impuestos, decidían abandonar la ciudad, esta “resçibiría grand daño” (García-Arenal 1977, doc. XI). De nuevo, en 1482 —esta vez dirigiéndose a Isabel La Católica— la ciudad volvió a pedir que la Corona tomara medidas favorables a que la población musulmana permaneciera en ella, pues:
“La çibdad tiene gran nesçesidad dellos e de sus ofiçios, los quales estan repartidos para el buen provecho della en lugares muy nesçesarios y destos nunca vino ynconveniente alguno de su causa a los christianos, ny menos a la çibdad, ny en cosa que a nuestra santa fe catolica tocase.”
(García-Arenal 1977, doc. XII)
En definitiva, seguramente habrá muchos que todavía defiendan que la “Reconquista” tuvo como objetivo la expulsión de los musulmanes, pero para hacer esto tendrán que ocultar una parte importantísima, vital, del proceso de conquista cristiana de las tierras andalusíes: el hecho de que, ante necesidad imperiosa de que esas tierras estuvieran pobladas, ante la necesidad de campesinos, ganaderos y artesanos los reyes, los señores, los obispos, las ciudades, las órdenes militares y las religiosas no sólo llegaron a acuerdos con los musulmanes residentes para que no abandonaran sus tierras —otorgándoles derechos y libertades que les permitían seguir viviendo con dignidad, con su fe y sus propiedades intactas—, sino que también promovieron la inmigración de población musulmana y trataron de impedir de muchas maneras que esa población abandonara sus dominios. Esta realidad, que infinidad de documentos prueba, es lo que hizo verdaderamente posible mantener la tierra tras la conquista militar; y, en las primeras décadas tras ella, es lo que hizo posible lo que todavía muchos quieren seguir llamando “Reconquista”. Después, mucho después, la inmigración cristiana permitió ir cubriendo las necesidades de población; pero, aun así, la población musulmana siguió siendo vital en muchas regiones de los reinos cristianos, que, durante siglos, se resistieron con ahínco a perderla. La historia de los reinos cristianos de la Península sería incomprensible sin esa aportación musulmana.
Para ampliar:
- Burns, Robert I. «Immigrants from Islam: The Crusaders’ Use of Muslims As Settlers in Thirteenth-Century Spain». The American Historical Review 80, n.o 1 (1975): 21-42.
- ———. Islam under the Crusaders: Colonial Survival in the Thirteenth-Century Kingdom of Valencia. Princeton: Princeton University Press, 1973.
- Carrasco, Ana I. De la convivencia a la exclusión. Imágenes legislativas de mudéjares y moriscos. Siglos XIII-XVII. Madrid: Sílex, 2012.
- Catlos, Brian A. Muslims of Medieval Latin Christendom, c. 1050-1614. Cambridge y Nueva York: Cambridge University Press, 2014.
- Echevarría, Ana. Mudéjares de la Corona de Castilla: poblamiento y estatuto jurídico de una minoría. Granada: Universidad de Granada, 2023.
- Fernández y González, Francisco. Estado social y político de los mudéjares de Castilla, considerados en sí mismos y respecto de la civilización española. Madrid: Imp. Joaquín Muñoz, 1866.
- García-Arenal, Mercedes. «La aljama de los moros de Cuenca en el siglo XV». Historia. Instituciones. Documentos, n.o 4 (1977): 35-47.
- Ladero Quesada, Miguel Á. «Los mudéjares de Castilla cuarenta años después». En la España Medieval, n.o 33 (2010): 383-424.
- ———. «Los mudéjares de Castilla en la Baja Edad Media». Historia. Instituciones. Documentos, n.o 5 (1978): 257-304.
- Pérez Viñuales, Pilar. «Presión fiscal y emigración: algunos ejemplos de aljamas mudéjares aragonesas». En Actas del V Simposio Internacional de Mudejarismo, 75-86. Teruel: Centro de Estudios Mudéjares, 1990.
- Powell, James M., ed. Muslims under Latin Rule, 1100-1300. Princeton: Princeton University Press, 1990.
- Rodríguez López, Ana. La consolidación territorial de la monarquía feudal castellana: expansión y fronteras durante el reinado de Fernando III. Madrid: CSIC, 1994.