Detalle de la portada de la novela Los moros del Riff, de Pedro Mata (1856)

Racismo y racialización

Conforme el número de los estudios dedicados al análisis de la islamofobia ha ido aumentando durante los últimos años, se ha ido imponiendo en el mundo académico la idea de que la islamofobia es una forma de racismo. Esta visión, de hecho, «parece ser la interpretación dominante en la actualidad» (Bagguley, 2013). Un ejemplo típico es cómo se define el fenómeno en un conocido informe internacional sobre la islamofobia en Europa que viene publicándose anualmente desde 2015: «Cuando hablamos de islamophobia, queremos decir racismo antimusulmán» (Bayrakli y Hafez, 2016: 7). 

La definición, como vemos, establece una identificación absoluta entre islamofobia y racismo, pero, sin embargo, no aclara el porqué de esa identificación. Únicamente señala que el fenómeno no tiene que ver necesariamente con la crítica a los musulmanes o al islam, sino con las relaciones de poder: con cómo un grupo domina a otro —los musulmanes— convirtiéndolo en un chivo expiatorio para excluirlo de «recursos/derechos/la definición de un «nosotros» construido». La islamofobia, según esta definición, funciona «construyendo una identidad ‘musulmana’ estática, que es atribuida en términos negativos y generalizada a todos los musulmanes». Finalmente, se afirma que la islamofobia puede variar dependiendo del contexto, aunque no se aclara en qué pueden consistir ese tipo de variaciones (ibidem).

A pesar de que la definición de racismo que maneja el mencionado informe resulta algo vaga, mediante la referencia a la idea de que los musulmanes son excluidos sobre la base de la construcción de una «identidad ‘musulmana’ estática», parecería remitirse a definiciones de racismo semejantes a las propuestas por autores como Fredrickson (2002: 170): «Podemos decir que el racismo existe cuando un grupo étnico o una colectividad histórica domina, excluye, o quiere eliminar a otro grupo sobre la base de diferencias que se consideran hereditarias o inalterables»; o Wieviorka (2009: 13): «El racismo consiste en caracterizar un conjunto humano mediante atributos naturales, asociados a su vez a características intelectuales y morales aplicables a cada individuo relacionado con este conjunto y, a partir de ahí, adoptar algunas prácticas de inferiorización y exclusión».

Ambas definiciones, como la del informe, hacen hincapié en dos aspectos centrales del racismo: la construcción de una diferencia basada en una concepción de la identidad del «otro» como natural, inalterable y hereditaria, y la utilización de esa diferencia para legitimar formas de dominio, exclusión, discriminación, persecución e incluso exterminio. En ambas, en línea con las sugerencias de Balibar (1991), la diferenciación entre un racismo biológico y uno cultural se vería diluida, pues se consideraría más bien retórica —basada en la sustitución de la noción de «raza» por la de «cultura» en el discurso público—, en tanto que se considera que en todo racismo se produce una naturalización de las diferencias culturales al considerar que las características culturales de un grupo humano están determinadas por una ascendencia compartida y son, por tanto, innatas e inalterables (Fredrickson, 2002: 7-8, 145, 169-170; Wieviorka, 2009: 42-50; véase también Garner, 2010: 11; Miles y Brown, 2003: 103-104).

Los demás autores que manejan la idea de que la islamofobia es una forma de racismo se basan en diferentes nociones de «racismo». Algunos parten de una definición semejante a las anteriores (Galonnier, 2015; Garner y Selod, 2015); otros de una definición de «racismo cultural» (Modood, 1997; Kundnani, 2014: chap. 2; Dunn, Klocker y Salabay, 2007; Alietti y Padovan, 2013; Kumar, 2012: 3); otros combinan ambas perspectivas (Grosfoguel y Mielants, 2006; Grosfoguel, 2012); otros no explicitan qué entienden por racismo o lo hacen de manera más bien vaga (Selod y Embrick, 2013; Selod, 2015); y, finalmente, otros (Rana, 2007; Meer y Modood 2009, 2010 y 2012; Müller-Uri y Opratko, 2016; Tyrer, 2013: 33-36) se acogen a una definición tan amplia de «racismo» que termina derivando en esa «inflación conceptual» que autores como Rattansi (2007: 8) o Miles y Brown (2003: 57-72) han denunciado.

Pero, se acojan a una u otra concepción del racismo, la mayor parte de los autores se basan en el concepto de «racialización» para explicar cómo una comunidad religiosa —la musulmana— puede ser objeto de racismo (Rana, 2007; Dunn, Klocker y Salabay, 2007; Taras, 2013; Alietti y Padovan, 2013; Galonnier, 2015; Meer, 2013; Meer y Modood, 2009, 2010 y 2012; Moosavi, 2014; Selod y Embrick, 2013; Garner y Selod, 2015; Selod, 2015; Grosfoguel y Mielants, 2006; Grosfoguel, 2012; Tyrer, 2013).

Aunque existen diferentes perspectivas al respecto (véase Miles y Brown, 2003: 99-103), en general se entiende por «racialización» el proceso por el cual un grupo humano que previamente no era considerado como una comunidad basada en características naturales, inalterables y hereditarias, empieza a serlo. En palabras de Robert Miles, la racialización sería «un proceso de delimitación de las fronteras de un grupo, y la colocación de personas dentro de esos límites, mediante la referencia primordial a (supuestas) características inherentes y/o biológicas (normalmente fenotípicas)» (cit. en Miles y Brown, 2003: 100). En el caso de la racialización de los musulmanes, se trataría de un proceso que habría transformado una identidad voluntaria —religiosa— en involuntaria —»racial»— (Meer, 2008).

Este proceso se habría producido por diferentes factores, entre los que cabe destacar dos. En primer lugar, a consecuencia de la cada vez más numerosa presencia musulmana en «Occidente» y de la cada vez mayor visibilidad que el islam ha adquirido en esas sociedades (Allievi, 2006, 2012). Y, en segundo lugar,  a causa de la creciente necesidad de identificar la «amenaza islámica» conforme en esas sociedades ha ido creciendo el miedo al islam a raíz, especialmente, de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Ese temor ha hecho cada vez más necesario —especialmente para los servicios de seguridad— identificar el «peligro», encontrar respuesta a las preguntas «¿quiénes son musulmanes?», «¿dónde están?». (Cesari, 2010; Hussain y Bagguley, 2012; Fekete, 2009: 43-73; Rana, 2007).

Sin embargo, dado que la fe individual es algo invisible, poco a poco se han ido imponiendo otros criterios, diferentes del religioso, para identificar a los «musulmanes». Esos criterios son invariablemente etnoculturales, como el origen nacional, los rasgos somáticos, los nombres o apellidos, la vestimenta o ciertas costumbres culturales visibles. De esta forma, en la práctica, no se identifica a los musulmanes por su fe, sino por sus supuestos orígenes etnoculturales, identificados, al final, con una ascendencia, con una herencia biológica. Así es como una identidad que estaba en un principio determinada por las creencias, ha terminado naturalizándose, convirtiéndose en una identidad determinada por el origen biológico, por la ascendencia. Esto tiene una implicación clara: la identidad religiosa se puede abandonar (pues uno puede dejar de creer en lo que cree), en cambio, la ascendencia es algo hereditario, perenne, y que, por lo tanto, no se puede cambiar.

El determinismo es central, por tanto, en esta forma de construcción de una identidad musulmana racializada: el origen determina de una vez y para siempre la identificación de una persona con el islam, y, a partir de ahí, se deduce cómo es esa persona, cómo piensa y como actúa. Esa persona, de hecho, no podrá hacer nada para cambiar la imagen que se ha construido de ella: a ojos de quien la racializa, estará determinada por su origen. Si, además, a esa identidad inalterable se le asocian una serie de características despreciables y amenazantes con el objetivo de legitimar formas de exclusión, discriminación, persecución, etc., el resultado es que tenemos una forma de racismo.

Problemas

Todo indica que ese proceso efectivamente se ha producido durante las últimas décadas. Sin embargo, que esto haya sido así no es suficiente para concluir afirmando que la islamofobia es siempre una forma de racismo. Del hecho de que exista un rechazo antimusulmán como el descrito no se deriva que todas las formas de rechazo antimusulmán sean así. De hecho, no existe ninguna prueba de que todas las formas de rechazo antimusulmán que pueden ser consideradas islamofobia obedezcan a ese modelo, ni mucho menos.

Si aceptáramos que la islamofobia es siempre una forma de racismo pero encontráramos otras formas de rechazo antimusulmán que no implicaran una visión de la identidad musulmana como algo «estático», como decía el informe dirigido por Bayrakli y Hafez; como algo «hereditario e inalterable», como decía Fredrickson; o como algo basado en «atributos naturales», como sostenía Wieviorka; si encontráramos formas de rechazo antimusulmán que concibieran la identidad musulmana como algo dependiente exclusivamente de las creencias religiosas individuales —algo que, por tanto, se puede abandonar—, tendríamos que concluir que esas otras formas de rechazo antimusulmán no serían racismo. Como dice el mismo Fredrickson (2002: 170): «Si la conversión o la asimilación es una posibilidad real, tenemos intolerancia religiosa o cultural, pero no racismo». Es decir, debe negarse la posibilidad de la inclusión del «otro» para que exista racismo (Wieviorka, 2009: 45). Pero si, como defienden tantos autores, la islamofobia es necesariamente una forma de racismo, y esas otras formas de rechazo antimusulmán, puesto que aceptan la posibilidad del cambio y la inclusión, no son racismo, tendríamos que concluir que tampoco pueden ser consideradas islamofobia, fueran lo violentamente antimusulmanas que fueran. Serían formas de intolerancia religiosa y no formas de racismo, por lo que no serían islamofobia.

De hecho, algunos académicos tienden a rechazar tajantemente que la islamofobia pueda ser también, en ocasiones, una forma de intolerancia religiosa, e incluso llegan a considerar que reducir el fenómeno «a la cuestión banal de la religión» es una forma de negar su importancia, reducirlo a una mera cuestión de crítica de la religión (Tyrer, 2013: 5). Pero lo cierto es que, una cosa es la legítima crítica de la religión y otra la intolerancia religiosa. Una cosa es sostener que los musulmanes están equivocados, y otra muy diferente sostener que los musulmanes son una amenaza vital. La crítica a la religión islámica es legítima mientras no se convierte en demonización y en una forma de legitimación de la discriminación, exclusión e, incluso, persecución de los musulmanes. Cuando se sostiene que la religión islámica supone una amenaza vital para «nosotros» y que los musulmanes, encarnación de esa religión, lo son también, y, por lo tanto, deben ser sometidos a una serie de medidas que se consideran de «autodefensa» —como hace, por ejemplo, Fallaci (2005a, 2005b)—, no se está simplemente criticando al islam, sino construyendo una imagen del enemigo con el objetivo de legitimar medidas tendentes a conjurar el peligro que supuestamente ese enemigo supone (véase Bravo López 2011, 2016). Estas medidas pueden ir desde el sometimiento de los musulmanes a medidas especiales de vigilancia, su exclusión de determinados ámbitos públicos, la prohibición de su entrada en el país, su expulsión, o, incluso, otras medidas de mayor violencia; y esto únicamente por ser identificados con un credo considerado amenazante.

Por esta razón, esa actitud, a pesar de poder estar fundada en criterios estrictamente religiosos, no deja de tener unas consecuencias políticas y sociales que están lejos de ser banales. Esa actitud amenaza derechos y libertades tan inherentes a la democracia y los derechos humanos como las libertades de pensamiento, de culto, de asociación y de expresión, así como el principio fundamental de no discriminación por razones de religión u opinión. En algunas ocasiones, incluso, desde este tipo de posicionamientos se ha llegado a pedir, simple y llanamente, la prohibición del Corán, o del islam en general (Pipes 2007). Así que, contrariamente a lo que algunos parecen pensar, el mal no empieza y acaba con el racismo. Otros males amenazan la democracia y los derechos fundamentales de las personas, y la intolerancia religiosa no es el menor de ellos, ni mucho menos (Nussbaum, 2014).

Este otro tipo de rechazo antimusulmán, que, como decimos, puede tener un carácter estrictamente religioso y no racista, está presente sobre todo —pero no sólo— en determinados movimientos religiosos cristianos (Kidd, 2009a; Kidd, 2009b; Robertson, 2011). A pesar de su radical actitud antimusulmana, muchos de quienes mantienen esta perspectiva están dispuestos a aceptar que la identidad musulmana depende de la fe individual y, por tanto, es algo que se puede abandonar. Aceptan que la conversión al cristianismo es una posibilidad, y que ese cambio elimina las características despreciables y amenazantes del musulmán que se hace cristiano (Goodstein, 2003; Smith, 2014). Así, mientras dan la bienvenida como «renacidos» a los musulmanes que dejan de serlo, sea cual sea su «origen racial», siguen percibiendo con la misma violenta animadversión a los musulmanes que siguen fieles a su fe. De hecho, este tipo de actitud antimusulmana suele manejar la peor visión concebidle del islam y los musulmanes, pues los identifica con el Mal absoluto, con el Anticristo (véase, por ejemplo, Richardson, 2006; Back y Back, 2007; Richardson, 2009; Jones, 2010; Smith, 2011) —aunque también existe una versión secularizada de esta visión, la cual postula, como único remedio a los males que supuestamente supone el islam, que los musulmanes abandonen la religión, que se vuelvan ateos o que se «reformen» adoptando los valores republicanos o liberales (véase Bravo López, 2012: 247-266)—.

Sin embargo, como decimos, siguiendo la lógica de la tendencia dominante en los estudios sobre islamofobia, tendríamos que concluir que esas formas de rechazo antimusulmán, puesto que no son estrictamente racistas —pues no conciben la identidad musulmana como algo estático, sino como algo que puede ser alterado y abandonado—, no serían islamofobia.

Una hipótesis

Es posible —lo apunto como mera hipótesis— que la insistencia en considerar que la islamofobia es, siempre, una forma de racismo surgiera a causa de la preocupación anglosajona por las «Race Relations», como una consecuencia directa de la centralidad de la «raza» en la legislación antidiscriminación británica. Como se sabe, las Race Relations Acts de 1965 y 1976 no ofrecían a los musulmanes protección contra la discriminación, mientras otras comunidades como los judíos o los sijs sí la recibían. Estas otras comunidades eran consideradas, bajo esta legislación, como comunidades «étnicas» y recibían, por tanto, protección, mientras que los musulmanes eran considerados una comunidad religiosa y, por ello, no se veían protegidos como tales —aunque sí por su origen étnico, como asiáticos, africanos, árabes, persas, etc.—. Así, por tanto, cualquier discriminación que sufrieran a causa de su identidad religiosa no podía ser perseguida legalmente (Allen 2010: 8-10; Fetzer y Soper 2004: 30-32; Modood 2003; Vertovec 2002; Weller 2006).

Es muy posible que, por esta razón, los activistas y académicos preocupados por esa situación buscaran remediarla tratando de argumentar que los musulmanes, aunque no eran una raza —ninguna «raza» era en realidad una raza— sí eran tratados como si lo fueran —estaban siendo racializados—, y, por lo tanto, debían recibir el mismo trato legal que los judíos, los sijs, etc. (véase, por ejemplo, Meer 2008; Meer y Modood, 2009, 2010 y 2012). Es decir, en lugar de reclamar que la discriminación por motivos religiosos fuera también perseguida por la legislación —pues suponía un atentado contra la libertad de conciencia—, se buscó una integración en el sistema de «Race Relations» mediante la confusión de los conceptos de islamofobia y racismo.

En el fondo de algunos de estos posicionamientos parece que se encuentra un temor a que las manifestaciones de abierto rechazo al islam y a los musulmanes no puedan ser apropiadamente perseguidas por la ley al no ser reconocidas como formas de racismo (véase, por ejemplo, Tyrer, 2013: 24-26, 31). Si es así, resulta comprensible que, en busca de protección legal contra la discriminación, algunos activistas y académicos británicos hayan optado por esa estrategia de acción, pero lo cierto es que ha contribuido a oscurecer más que a aclarar, no sólo el fenómeno de la islamofobia, sino también el del racismo.

El sistema de protección legal de los musulmanes contra la discriminación empezó a cambiar en Reino Unido a partir de 2005 con la Racial and Religious Hatred Bill, pero, para entonces, la tendencia a considerar la islamofobia como racismo era tan fuerte que ya no parecía haber marcha atrás. Después, debido a la hegemonía que la Academia anglosajona ejerce en el ámbito internacional, esta perspectiva se globalizó. Así hemos llegado hasta donde estamos hoy, cuando, como decimos, la idea de que la islamofobia es una forma de racismo se ha convertido en la tendencia dominante.

Una alternativa

Sin embargo, que sea la tendencia dominante no quiere decir que sea la única, ni, desde luego, que sea la más acertada. De hecho, siempre han existido autores que han defendido una visión diferente, tendente a diferenciar la islamofobia del racismo. Sin negar la existencia de una islamofobia racista, estos autores aceptan que pueden existir otros tipos de islamofobia que no lo sean, sin por ello restar al fenómeno un ápice de su gravedad. Ya Miles y Brown (2003: 164) afirmaban que «la islamofobia no debe ser considerada como un ejemplo de racismo», aunque, a la vez, afirmaban que «interactúa con el racismo». Incluso Tariq Modood, que es uno de los autores que más ha hecho por que se reconozca la islamofobia como una forma de racismo o racismo cultural, aceptaba, al menos hasta 2005, que existía una diferencia entre una «islamofobia religiosa» —una actitud que él identificaba especialmente con la derecha cristiana norteamericana— y el «racismo antimusulmán» (Modood 2005: 122). Y también Ali Rattansi (2007: 111) ha sostenido que la «‘islamofobia’ o cualquier otra forma de hostilidad hacia el islam y los musulmanes no es necesariamente racista, pero en muchos contextos puede tomar una forma relativamente ‘fuerte’ o ‘dura’ de racismo». En la misma línea, Sindre Bangstad (2015) ha afirmado que «debe quedar claro que no todas las formas de islamofobia se califican de racismo»; aunque es cierto que existen «formas racistas duras» de islamofobia (Bangstad, 2016).

Efectivamente, existe una diferencia clara entre las afirmaciones del columnista español José García Dominguez (2005): «El diez por ciento de todos los nacidos cada año en territorio de la Unión Europea serán siervos del Islam por el resto de sus vidas»; y las de Robert Spencer y Daniel Ali (2003): «¿Importa realmente si ellos [i.e. los musulmanes] se introducen al cristianismo o no? Sí, importa de manera enfática». Se trata de una diferencia que cualquier definición de islamofobia debería tener muy en cuenta. La primera de las afirmaciones remite a una concepción de la identidad islámica claramente racista, teñida de determinismo biológico, según la cual los musulmanes nacen musulmanes e, inevitablemente, lo serán siempre, hagan lo que hagan. La segunda remite a una concepción religiosa en la que el determinismo está ausente. Ambas visiones son hostiles al islam y a los musulmanes, pero conciben la identidad musulmana de forma diferente: en la primera depende del nacimiento y no se puede abandonar, en la segunda depende de las creencias y puede abandonarse. Confundir esas dos diferentes formas de islamofobia como formas de racismo, como si fueran iguales, es distorsionar el fenómeno, es algo que impide entender su complejidad en toda su magnitud.

La otra opción, considerar que sólo es realmente islamófoba una de esas formas de rechazo antimusulmán —la determinista—, tampoco soluciona el problema, sino que contribuye igualmente a oscurecer la comprensión del fenómeno. Lo importante en la islamofobia es la razón por la que se produce el rechazo: la atribución de una serie de características despreciables y amenazantes al islam y a aquellos que son identificados con él —principalmente sus creyentes, aunque no sólo ellos—. Resulta algo de importancia secundaria a partir de qué criterio se atribuye esa identidad islámica a alguien. Sea por su religión públicamente manifestada, o sea por su religión atribuida a partir de criterios etnoculturales, lo importante es que, a partir de esa identificación, se deducirán una serie de características despreciables y amenazantes, y que, llegado el caso, esas características serán utilizadas como justificación para la proposición —y/o puesta en marcha— de medidas de discriminación, exclusión, persecución o, incluso, exterminio, tal y como sucedió en Bosnia.

Lo importante, en definitiva, es la imagen de la amenaza que todas las formas de islamofobia construyen. Lo secundario es cómo establecen que alguien debe ser identificado con el islam y ser caracterizado como una amenaza vital de la que es preciso defenderse. Es, por tanto, el cómo y no tanto el quién lo importante aquí. Es el cómo, el manejo de una imagen amenazante del islam y los musulmanes, lo que debe primarse a la hora de definir el fenómeno como tal, mientras que el quién, a quién se atribuye esa imagen, debe reservarse para determinar diferentes variantes dentro del mismo fenómeno. Así, diríamos que la islamofobia construye y transmite una imagen del islam y los musulmanes —o de aquellos identificados como tales— como una amenaza de la que es preciso defenderse, con el objetivo de legitimar el rechazo o la puesta en práctica de medidas de segregación, reclusión, expulsión o cualquier otra forma de trato discriminatorio, llegando incluso a legitimación de la violencia física. De ese fenómeno existirían diferentes variantes dependiendo de con qué ideologías o creencias se mezclara, las cuales influirían a la hora de establecer bajo qué criterios se identificaría a determinadas personas como “musulmanes”.


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Este texto es una reelaboración a partir de una parte de la versión en castellano del artículo Bravo López, Fernando. «Völkisch versus Catholic Islamophobia in Spain: the conflict between racial and religious understandings of Muslim identity». Revista de Estudios Internacionales Mediterráneos, n.o 22 (2017): 141-64. https://doi.org/10.15366/reim2017.22.007.