“La historia es una pesadilla de la que trato de despertar.”

James Joyce, Ulises

“Si la historia se convierte en una pesadilla se debe a que el pasado se obstina en no serlo.”

Michel Ignatieff, El honor del guerrero

“Quizá un gaje del oficio sea tener que esquivar a los patriotas agraviados.”

Carl Sagan, El mundo y sus demonios

De manera algo egocéntrica, cuando no ególatra, tendemos a pensar que la relación de los españoles con su pasado histórico es especialmente problemática; que, a diferencia de lo que supuestamente sucede en otros países, tenemos demasiadas cuentas pendientes con nuestra historia; que no hemos sido capaces de establecer un relato unitario sobre el pasado nacional; que, al menos desde hace dos siglos, no hemos dejado de volver, una y otra vez, sobre los mismos episodios, las mismas polémicas, el mismo problema irresoluble del “ser de España”. Esto suele ser interpretado como una enfermedad que ha impedido el arraigo de un fuerte sentimiento de pertenencia, la nacionalización del pueblo español, propiciando el surgimiento de movimientos nacionalistas centrífugos que amenazan su integridad.

Sin embargo, el caso español no es, ni mucho menos, único. Los conflictos entre las diferentes interpretaciones del pasado se reproducen por doquier, especialmente cuando lo que está en juego son los mitos fundacionales de la Nación o sus “grandes epopeyas”. “Guerras de la Historia” es como han llamado algunos autores a este tipo de polémicas que se dan en todo el mundo, y que no son más que reflejo de “guerras culturales”, luchas por la hegemonía ideológica, por la visión del pasado, el presente y el futuro de la Nación, entre diferentes sectores de la sociedad (Taylor y Guyver).

Trasladar al presente, una y otra vez, los episodios más controvertidos de la historia, volver a ellos como en un “bucle melancólico” (Juaristi), no es, por tanto, algo privativo de la sociedad española. Tampoco es producto de una deficiente nacionalización —que sólo desde el punto de vista nacionalista sería algo malo—, ni, desde luego, muestra de un excesivo prurito historiográfico. Es reflejo de una tendencia universal a usar las diferentes interpretaciones del pasado para legitimar diferentes proyectos de sociedad. Es, en definitiva, producto de la utilización de la historia como herramienta de legitimación del poder: de aquellos que lo tienen y desean legitimar el statu quo, o de aquellos que lo quieren y necesitan legitimar el cambio (Boyd: 15).

Y, hasta cierto punto, es natural que así sea: interpretamos nuestra situación en el presente a partir de nuestros recuerdos personales, de nuestra experiencia vital, pero también a partir de lo que nos han transmitido acerca de nuestro pasado. En función de eso pergeñamos un proyecto de vida, o, al menos, intentamos darle una cierta dirección. Pensamos, por nuestra propia experiencia o por lo que nos han contado, que una cierta forma de vida puede resultar más deseable que otra, que unas experiencias pueden acabar mal y otras bien, y, en función de eso, decidimos cómo nos gustaría vivir, identificamos qué necesitamos para lograrlo, luchamos contra lo que nos lo impide y transmitimos nuestras ideas sobre ello a los demás. El pasado, por tanto, influye en nuestra vida presente y en nuestro proyecto de vida futura; y lo hace de dos maneras: por lo que realmente ha sucedido y por la interpretación que de ello hacemos. Las dos formas de influencia tendrán consecuencias directas en nuestra vida, peores cuanta más distancia exista entre la realidad —que, en cualquier caso, siempre será inaprensible en su totalidad— y nuestra interpretación de ella.

Esto que vivimos de forma individual lo trasladamos, de forma natural —aunque torticera—, a las colectividades, a la comunidad religiosa, a la clase, pueblo o nación con los que nos identificamos. Damos así una entidad física a aquello que no es más que abstracción, y entonces le conferimos una historia lineal, un nacimiento y una muerte; le damos una identidad, un carácter. Nuestra creación cobra vida propia, actúa por sí misma, y decimos que “Estados Unidos aprueba…”; “España considera que…”; “El islam amenaza…”; lo decimos y nos lo creemos.

El historiador, ante tal panorama, puede aceptar con entusiasmo esa situación y sumarse a la formación del espíritu de la comunidad; o puede, consciente de la impropiedad del lenguaje empleado, seguir empleándolo —dado que “es así como habla todo el mundo”—, contribuyendo a mantener el equívoco identitario; o puede, por el contrario, tratar de cortar por lo sano, intentando evitar en todo momento ese tipo de discurso y, a la vez, tratar de deconstruir las narrativas identitarias —tanto nacionalistas como de otro tipo—, construidas, casi siempre, a partir del esquema veterotestamentario pecado-castigo-redención.

El historiador puede, entonces, entender la Historia como un ejercicio constante de destrucción de mitos y falacias sobre el pasado. Pero hacer historia a martillazos —parafraseando a Nietzsche—, no es suficiente. El historiador también debe construir, reconstruir; pero ese ejercicio de reconstrucción del pasado debe estar guiado siempre por un espíritu de crítica y autocrítica, de revisión continua de los datos, conceptos e interpretaciones que se utilizan. Debe ser consciente de que, como todos los científicos, también los historiadores tienen valores morales e ideas políticas que pueden distorsionar su investigación. Cuando todo lo que descubre en el pasado viene, “casualmente”, a confirmar sus prejuicios, debería, cuando menos, sospechar de sus hallazgos. El reto estriba en marginar en lo posible esos valores e ideas, pese a quien pese. De otra forma, cuando el historiador antepone los intereses de Dios, de la Nación o del Partido, a los del conocimiento científico, se convierte en mero propagandista. Incluso cuando trata simplemente de hacer compatibles ambas cosas, está, en realidad, admitiendo que los intereses de Dios, de la Nación o del Partido, deben tenerse en cuenta a la hora de generar conocimiento histórico.

Lo que diferencia al historiador del propagandista no es que aquél no tenga Dios, ni Nación, ni Partido, sino, en primer lugar, el reconocimiento de que eso es así, y de que, por lo tanto, debe guardarse de sus influjos, intentando evitar que ocupen un lugar dentro su análisis histórico. Aún así, a sabiendas de que puede fracasar en su empeño y de que la misma selección de su objeto de estudio y las mismas preguntas que se hace pueden están condicionadas por sus ideas y valores, debe aceptar que la crítica independiente sobre su trabajo es un elemento esencial en esa construcción colectiva que es la Historia. En segundo lugar, se diferencia por el método, guiado por la idea central de que todo lo que no sea coherente con los hechos, por mucho empeño que tengamos, debe ser descartado o revisado (Sagan); partiendo de que los hechos deben ser independientemente verificables, y a sabiendas de que pueden ser objeto de diversas interpretaciones. En tercer lugar, por la misma consideración de la Historia como una empresa en construcción, en la que se alcanzan más probabilidades que certezas. El historiador busca explicaciones plausibles a hechos verificables de manera independiente, el propagandista busca verdades inconmovibles; porque ni a Dios, ni a la Nación, ni al Partido le basta la mera plausibilidad. Cierto es que, en ocasiones, cuando estamos ante falsificaciones y manipulaciones flagrantes, la diferencia entre historiadores y propagandistas es clara. Pero en otras ocasiones es más sutil e insidiosa. A veces, unos y otros comparten los mismos espacios académicos.

Pero practicada apropiadamente, la Historia —como toda la Ciencia— resulta ser una disciplina profundamente subversiva, pues su tarea empieza a partir de la duda, de la constatación de que no hay verdades sagradas y de que los argumentos de autoridad no valen nada (Sagan). Por lo tanto, cuanto más se acerca la Historia al ideal de la Ciencia, más se aleja de las necesidades de la construcción identitaria —cualquiera que sea su naturaleza—. No en vano dijo Renan eso de que “el olvido, y hasta yo diría que el error histórico, son un factor esencial en la creación de una nación, de modo que el progreso de los estudios históricos es a menudo un peligro para la nacionalidad” (Renan: 65). No debe extrañar, por tanto, que el periodo de más profesionalización y avance científico en el campo de la Historia coincida con el periodo en el que más se duda de su utilidad social. Cuando la Historia es un arma al servicio de Dios, de la Nación o del Partido, no caben este tipo de dudas.

Cuando el historiador se presta a la reactivación continua del bucle melancólico, cuando sus investigaciones están guiadas por los intereses de Dios, de la Nación o del Partido, la Historia se convierte en un arma del poder, y no de las menos peligrosas. En esta profesión hay un pasado que siempre se debería tener presente: el del papel que jugaron ciertos historiadores en la legitimación del Tercer Reich, del régimen soviético, del nacionalismo genocida en Serbia o Ruanda, y en la construcción de una imagen del Otro como enemigo ancestral e irreconciliable en tantos otros lugares. En el caso español, debería guardarse mucho de caer en esos mismos fangos cuando de lo que se trata es de reconstruir el pasado. La utilización de la Historia como arma en la actual lucha entre nacionalismos excluyentes es un peligro evidente. Pero otro, vinculado a éste, es su utilización en la legitimación de la exclusión del diferente, de aquél que, por el pasado con el que es identificado, por su lugar de nacimiento, por su religión, por sus ideas políticas, por su lengua o por su color de piel, no se adecúa a la imagen ideal del español, catalán, vasco, gallego o murciano “como Dios manda”. Con ese objetivo excluyente, durante los dos últimos siglos, el bucle ha vuelto una y otra vez, con insana preferencia, a un periodo histórico: el de los ocho siglos de “dominación de los árabes en España” —por usar el título de Conde—. Esa época, denigrada por unos como una especie de infierno en la Tierra, o ensalzada por otros como un Paraíso perdido, ha sido un arma retórica al servicio de intereses políticos de lo más dispares, utilizada para construir una imagen del adversario político como enemigo acérrimo, como alguien que ponía en peligro todo aquello que se consideraba más preciado; un enemigo, por tanto, que había que combatir y, llegado el caso, eliminar. Sin embargo, como trataremos de mostrar, las reacciones ante ese hecho histórico no son más que una consecuencia de la más general reacción europea ante el hecho islámico, y un producto de las “guerras culturales” entre confesionalismo y secularismo que han aquejado al continente durante los últimos dos siglos.


Referencias

  • Boyd, Carolyn: Historia patria, Barcelona, Ed. Pomares-Corredor, 2000.
  • Juaristi, Jon: El bucle melancólico, 3ª ed., Madrid, Espasa-Calpe, 2001.
  • Renan, Ernest: ¿Qué es una nación?, Madrid, Alianza Editorial, 1987.
  • Sagan, Carl: El mundo y sus demonios, Barcelona, Crítica, 2017.
  • Taylor, Tony y Guyver, Robert (eds.): History wars and the classroom: global perspectives, Charlotte, Information Age Pub., 2012.

Nota:

Fragmento extraído de: Fernando Bravo López, «Al-Ándalus, el islam y la historia en las “guerras culturales” europeas», en Hispania, al-Ándalus y España: identidad y nacionalismo en la Historia, ed. Maribel Fierro y Alejandro García Sanjuán (Madrid: Marcial Pons, 2020), 33-45.