A finales del siglo XIX, cuando Francia se estaba convirtiendo en una «potencia musulmana», bajo la influencia de la obsesión metropolitana por las sociedades secretas y los complots políticos inspirados y ejecutados por éstas, el interés por las cofradías sufíes —centrado en el supuesto «péril confrérique»— se convirtió en una obsesión.


Detalle de la portada del Petit Journal de 15 de diciembre de 1907. Gallica.

«…, que là-bas un grand complot se trame non seulement
contre la domination de la France, mais contre la civilisation».[1]

Una «Potencia musulmana»

Los años finales del siglo XIX en Francia fueron especialmente propicios para que los «fanáticos semicultos» de los que hablaba Norman Cohn disfrutaran de las condiciones más favorables para capturar «repentinamente a multitudes de gentes normalmente cuerdas y responsables».[2] Fueron años de gran cambio social, de efervescencia artística y de transgresión cultural. Fueron también años de movilización obrera y nacionalista, así como de furibunda reacción contra los cambios. Fueron especialmente años de crisis económica y política, de escándalos económicos como el de la quiebra de la Union Générale o de la compañía del canal de Panamá, de escándalos políticos como el affaire Boulanger o el asunto de la venta de condecoraciones. Fueron años de furibundo antisemitismo, los años del affaire Dreyfus, una polémica que dividió a la sociedad francesa y que desestabilizó más aún si cabe la República.[3] Fueron también años de miedo al islam.

Mientras la sociedad francesa se escindía entre dreyfusards y antidreyfusards, Francia se convertía en una «potencia musulmana».[4] Desde 1830 ocupaba Argelia, que, a finales de siglo, y dividida en tres departamentos, ya formaba parte integrante de la República. En 1881, tras el tratado de El Bardo, sometió a Túnez a un régimen de protectorado, que sólo fue efectivo tras una dura lucha armada que duró varios años. Después, su interés se trasladó a Marruecos, sobre el que ya ejercía una importante presión diplomática, financiera y militar, y que finalmente, en 1912, sería sometido a un régimen de protectorado hispano-francés. A la vez, más al sur, desde sus bases en la costa de Senegal, Francia iba penetrando poco a poco hacia el interior del continente y, gracias a varias campañas militares, terminó por dar forma a lo que en 1895 sería oficialmente el África Occidental Francesa.[5]

El proceso de implantación del poder colonial francés en el mundo musulmán no se realizó sin derramamiento de sangre, ya que los pueblos colonizados se enfrentaron de forma violenta a las pretensiones imperiales de Francia. Las guerras coloniales hicieron que la atención del público francés se dirigiera hacia el mundo islámico y se extendiera el miedo al islam, resurgiendo la tradicional imagen del enemigo musulmán. Tal y como apuntó el periodista francés Jules-Hippolyte Percher en 1891, por entonces se difundieron en Francia una serie de «axiomas» antimusulmanes, tales como que «el musulmán es el enemigo natural, irreconciliable del cristiano».[6] Tal fue la fuerza de tales ideas que, a principios del siglo XX, surgieron las primeras críticas de lo que ya entonces se llamó “islamofobia”.[7]

Por otro lado, la atención de las potencias europeas hacía tiempo que se dirigía hacia el Imperio otomano, que desde finales del XVIII había entrado en un proceso de decadencia que finalmente resultaría irreversible. Todas esperaban hacerse con la mejor parte del pastel y pugnaban entre ellas para impedir que alguna lograra imponer su hegemonía en la zona. Fue lo que se dio en llamar “la cuestión de Oriente”.

Esas aspiraciones de las potencias europeas se vieron acompañadas por campañas antiotomanas —o más bien antiturcas— que, mediante las tradicionales representaciones del Imperio otomano como encarnación del despotismo y el terror, trataban de legitimar la intervención europea e incluso la destrucción final del Imperio. Evidentemente, tales campañas arreciaron especialmente en determinados momentos de tensión, como durante la intervención otomana en Bulgaria en 1876 y la consiguiente guerra ruso-turca; o entre los años 1894-1896, cuando la tensión política provocada por los nacionalistas armenios —no exenta de algunas acciones armadas— provocó el estallido de una ola de represalias por parte otomana que desembocó en la comisión de algunas matanzas entre la población armenia.[8]

La imagen del Imperio otomano no salía, desde luego, muy bien parada tras este tipo de acontecimientos. La prensa europea les dedicaba mucho espacio y no dejaba de recordar a sus lectores que la causa de tales horrores no era otra que la naturaleza islámica del Imperio. Importantes políticos europeos dedicaron tiempo y esfuerzo a transmitir tales ideas. Las masacres de los 90, por ejemplo, inspiraron a un buen número de prohombres franceses —tales como Georges Clemenceau, Jean Jaurès o Anatole France— para crear en 1900 la revista quincenal Pro Armenia.[9]

Las presiones europeas hacían que el Imperio otomano se sintiera amenazado, pero, a su vez, ellas también sentían una gran inquietud por lo que el Imperio pudiera hacer para perjudicar sus intereses en el mundo islámico. Esa inquietud se resumía en una palabra: panislamismo. Fue especialmente el sultán Abdulhamid II quien, tras la guerra ruso-turca de 1876, trató de recuperar el papel de cabeza del mundo islámico que tradicionalmente se había asociado al título de Califa. Mediante la divulgación de propaganda a su favor, trató de que el mundo islámico mirara en dirección a Estambul para unirse de nuevo y poder hacer frente a la acometida de las potencias occidentales. El miedo a que esa propaganda calara entre las poblaciones musulmanas sometidas al poder colonial influyó sobremanera en la política que las potencias pusieron en práctica durante esos años. Impedir que el panislamismo se extendiera fue una de las primeras preocupaciones de los servicios secretos y las diferentes administraciones coloniales.[10]

En el ámbito interno, el colonialismo francés en el mundo islámico dio motivo a nuevos enfrentamientos entre católicos y republicanos laicos, debido a las diferentes concepciones que defendían acerca de lo que debía ser la «mission civilisatrice» francesa. Para los republicanos, esa labor «civilizadora» debía tener un carácter exclusivamente laico. Por el contrario, para los católicos debía estar indisolublemente ligada a las misiones católicas, que, según este punto de vista, no sólo servían para combatir la «falsa religión», sino también como baluarte contra el avance del protestantismo británico.[11] El enfrentamiento continuo entre esas dos concepciones no fue más que un reflejo del enfrentamiento que existía entre ambos sectores sociales acerca de casi cualquier cuestión. Ambos, además, echaron mano de teorías de la conspiración para explicar las acciones —o supuestas acciones— del contrario. Si para muchos republicanos detrás de cualquier movimiento contra la república estaban las maquinaciones de los jesuitas; para muchos católicos detrás de cualquier avance de la secularización, detrás de cualquier acción anticlerical, estaban las sociedades secretas anticatólicas, especialmente la francmasonería, a la que muchos atribuían un carácter satánico.

Unos y otros trasladaron esas ideas conspirativas a las colonias en el mundo islámico, colocando a las cofradías sufíes en el centro de sus preocupaciones. Si para los republicanos laicos las cofradías representaban sociedades secretas clericales y antirrepublicanas dispuestas a acabar con la presencia francesa en el mundo islámico y reinstaurar el Califato, para los católicos no eran más que otra forma adoptada por las sociedades secretas anticatólicas inspiradas por el Maligno. Desde este punto de vista, las sociedades secretas no sólo deseaban acabar con la influencia del catolicismo en Francia y Europa, sino que querían también impedir su avance en las colonias.

Las “sociedades secretas musulmanas”

Desde los comienzos de la conquista francesa de Argelia las cofradías sufíes se habían convertido en una preocupación para las autoridades coloniales. El hecho de que el emir Abdelkáder (1808-1883), líder de la resistencia armada contra la ocupación durante quince años, tuviera vínculos estrechos con la tariqa Qadiriyya —su padre era jeque de la cofradía— hizo que los franceses empezaran a prestar atención a esa realidad que, hasta entonces, había sido escasamente estudiada. Ya en 1845 Édouard de Neveu, capitán del Estado Mayor, publicó un primer estudio sobre el tema, Les Khouan: ordres religieux chez les musulmans de l’Algérie. Para Neveu, dado el poder social y político de las cofradías, la administración colonial debía tenerlas muy en cuenta, conocerlas y, a ser posible, ganarse su favor.[12] Con esta obra se ponían las bases de lo que después sería una política general de la administración colonial francesa hacia las cofradías sufíes: la de otorgar prebendas y favores a los líderes de las cofradías sumisas al poder colonial, y utilizarlos como auxiliares de la administración e intermediarios entre ésta y la población nativa. Mientras, los líderes insumisos debían ser mantenidos bajo una continua vigilancia y perseguidos si era necesario.[13]

A finales de siglo, cuando Francia se estaba convirtiendo en una «potencia musulmana», bajo la influencia de la obsesión metropolitana por las sociedades secretas y los complots políticos inspirados y ejecutados por éstas, el interés por las cofradías sufíes —centrado en el supuesto «péril confrérique»— se convirtió en una obsesión. Desde el punto de vista republicano anticlerical las cofradías encarnaban el oscurantismo religioso y se asimilaban a los jesuitas, la organización «secreta» católica por excelencia, mano negra detrás de todas las conspiraciones antirrepublicanas. Por el contrario, desde el punto de vista clerical, las cofradías no eran más que un reflejo de las sociedades secretas anticatólicas europeas cuyo máximo exponente era la masonería.[14] En este ambiente se publicaron nuevos estudios sobre el tema, todos realizados por miembros del aparato colonial francés, como Henri Duveyrier o Louis Rinn.[15]

Por su amplitud y por la cantidad de información recogida acerca de un buen número de cofradías, el trabajo de Rinn es especialmente importante. Rinn consideraba que las cofradías eran un peligro para la estabilidad del dominio colonial europeo en el mundo islámico. Los esfuerzos que las potencias europeas estaban haciendo para «introducir al Antiguo Oriente en la corriente de la civilización moderna» habían levantado entre los líderes religiosos musulmanes mucho temor. Guiados por él, se habían encargado de soliviantar los ánimos de las poblaciones sometidas, que cada vez se resistían más y más a los proyectos europeos e, incluso, «habían sido capaces de dar forma a un movimiento panislámico que, extendiéndose desde las islas de la Sonda al Atlántico» constituía «un verdadero peligro para todos los pueblos europeos que» tenían «intereses en África o en Asia». A la vanguardia de ese movimiento panislámico, cuyo objetivo era realizar el ideal islámico de un gobierno teocrático, estaban las «congregaciones y asociaciones religiosas»; es decir, las cofradías sufíes. El ideal del islam era la teocracia y, por lo tanto, ningún musulmán verdadero querría vivir bajo un gobierno no islámico. Según Rinn, eso, y no ningún sentimiento patriótico, explicaba la resistencia de los musulmanes al gobierno europeo.

Por suerte, aseguraba Rinn, los musulmanes de Argelia no eran verdaderos musulmanes: no estaban instruidos en materia religiosa y no conocían más que las prácticas más tradicionales. Además, «la masa de la población es más beréber que árabe», apuntaba Rinn, lo que la hacía más sensible a los intereses materiales que a los religiosos. De hecho, según él, esta población ya había «repudiado una parte de la ley islámica». Ese alejamiento de las enseñanzas islámicas permitía ser optimista en cuanto al futuro, pero eso podía cambiar si la acción de las cofradías se extendía y la población se islamizaba más. Para evitarlo, para frenar la acción nociva de las cofradías, se podía llevar a cabo una política de cooptación de sus líderes —tal y como había propuesto Neveu— y ganarse su apoyo por medio de favores y prebendas. Sin embargo, Rinn no era favorable a esta forma de actuación. Pensaba que una República que estaba intentando separar Iglesia y Estado, no podía, a la vez, llevar a cabo políticas de protección de un credo religioso en Argelia. Como solución, Rinn apuntaba en dos direcciones. En primer lugar, y en contradicción directa con su defensa de la separación entre Iglesia y Estado, proponía la creación de un clero oficial pagado por el Estado y la edificación de mezquitas oficiales en los pueblos y ciudades de Argelia, donde ese clero asalariado ejercería. Suponía Rinn que así se quitarían fieles a los jeques de las cofradías, pues los «indígenas» preferirían acudir a esas mezquitas oficiales. Pero la solución definitiva estaba, según Rinn, en «transformar la sociedad musulmana», en modernizarla. La solución estaba en la expansión de la tecnología moderna en la sociedad argelina, algo que Rinn resumía remitiendo a la expansión del ferrocarril: «el ferrocarril es, por excelencia, el poderoso ingenio del progreso y de la civilización» y debe «preceder y no solamente seguir a la colonización». El ferrocarril traería el progreso, esto transformaría la sociedad argelina haciéndola moderna, lo que traería consigo una mayor secularización que, a su vez, acabaría con la influencia de las cofradías sufíes. Esa era la solución definitiva que proponía Rinn.[16]

Pero, sin duda, si una obra marcó de manera determinante todo acercamiento posterior a las cofradías sufíes, ya fuera político o científico, esa fue la de Octave Depont y Xavier Coppolani, Les confréries religieuses musulmanes, de 1897.[17]

Para Depont y Coppolani, dentro de las sociedades islámicas el poder no residía en los ulemas, sino en «un mundo misterioso» cuyo prestigio se derivaba «de la divinidad misma». Ese mundo misterioso estaba «constituido por las sociedades secretas, las órdenes de los derviches, las cofradías místicas» que se extendían por todo el mundo islámico, y que eran los «verdaderos motores de la sociedad musulmana».[18] Sus predicadores viajaban por todo el mundo islámico transmitiendo las enseñanzas de sus maestros, llevando el islam a aquellos lugares adonde todavía no había llegado, enseñando por allí donde iban «las prescripciones coránicas hostiles a la civilización europea». Propagadores del fanatismo, esos predicadores eran, «por su propia naturaleza, los enemigos de todo poder establecido, y los Estados musulmanes, así como las potencias europeas que» tenían «bajo su poder a musulmanes» debían «contar con esos predicadores antisociales». Por su propia naturaleza y por ese poder que tenían, las cofradías sufíes eran un peligro constante para el mantenimiento del dominio colonial francés. Según Depont y Coppolani, «el islam, movido por las cofradías religiosas», podía «ser un grave peligro para la obra de civilización que» había «que llevar a cabo», podía «comprometerla y arruinarla». Las cofradías eran «el alma del movimiento panislámico» que buscaba reinstaurar el Califato y unir a todos los musulmanes bajo su poder y contra las potencias coloniales europeas.[19]

Sin embargo, enfrentarse abierta y violentamente a las cofradías no serviría de nada. Convertiría a sus jefes en mártires y héroes de la causa anticolonial, y acrecentaría «el fanatismo» de sus miembros. «Las persecuciones religiosas», apuntaban Depont y Coppolani, «lejos de conducir a la destrucción del espíritu que anima a las confesiones o  sectas, sirve al contrario, la mayor parte de las veces, a fortificarlo». Por tanto, lo que había que hacer era ganarse el favor de los líderes de las cofradías sufíes, había que emprender «una obra de tolerancia y de mansedumbre», había que ganarse «el espíritu de nuestros súbditos musulmanes». En la misma línea que Neveu más de 50 años antes que ellos, Depont y Coppolani consideraban que otorgando prebendas, dispensando favores, financiando, por ejemplo, la educación religiosa, la construcción de mezquitas y zagüías, los franceses podían ganarse a las cofradías y convertirlas en fieles auxiliares del poder colonial. Esta política no sólo permitiría utilizar a las cofradías para beneficio del orden colonial, sino que también sería posible mantenerlas bajo un control más estrecho. Esa era la política que debía seguirse.[20]


Notas:

  • [1] ROUQUETTE (1899): 548.
  • [2] COHN (1995): 11-12.
  • [3] Véase WEBER (1986).
  • [4] La expresión es contemporánea. Véase, por ejemplo, LE CHATELIER (1888): II.
  • [5] La bibliografía existente sobre las relaciones entre Francia y el mundo islámico durante el siglo XIX, y especialmente sobre el colonialismo francés, es muy amplia. Aquí nos limitaremos a mencionar a algunas obras de referencia:AGERON (1968); HARRISON (1988); FRÉMEAUX (1991); ARKOUN y LE GOFF (2006); LAURENS (2007).
  • [6] PERCHER (1891): 203-204.
  • [7] Véase BRAVO LÓPEZ (2011).
  • [8] Véase KENT (1996). Sobre las masacres de 1894-1896 véase SHAW y SHAW (1977): 200-205; BLOXHAM (2005): 51-57.
  • [9] Véase http://gallica.bnf.fr/ark:/12148/cb32843003m/date [fecha de consulta: 5 de noviembre de 2012].
  • [10] SHAW y SHAW (1977): 259-260; ÖZCAN (1997).
  • [11] Véase CONKLIN (2011).
  • [12] Véase NEVEU (1846): 11-14.
  • [13] Sobre la política francesa hacia las cofradías sufíes en el África septentrional y occidental véase O’BRIEN (1981); HARRISON (1988): esp. 15-23, 33-40; TRIAUD (1995): esp. 9-20 y ROBINSON (1999).
  • [14] HARRISON (1988): 22-23; TRIAUD (1995): 10-14.
  • [15] Véase DUVEYRIER (1884) y RINN (1884).
  • [16] RINN (1884): v-vi, 1-5, 518-520.
  • [17] O’BRIEN (1967); HARRISON (1988): 20-23.
  • [18] DEPONT y COPPOLANI (1897): IX-X.
  • [19] Ibid.: XIII-XV.
  • [20] Ibid.: 280-289. Véase también HARRISON (1988): 20-23.

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Este texto es una adaptación de una parte del artículo Bravo López, Fernando. «“El Diablo entre los musulmanes”: Islamofobia y antimasonismo en la Francia de fin de siglo a la luz de la obra de Julien Rouquette». Historia y Política, n.o 31 (2014): 225-53.